lunes, 17 de diciembre de 2018

Estratégicamente.

Eran ya 2 semanas de trabajo intenso, no para mí, para él que, además de las horas en la oficina, llegaba a casa, prendía la laptop y se sumergía en montones de correos electrónicos, llamadas, reportes, etc. Pero era sábado por la tarde, es decir, en general soy muy comprensiva y sé esperar el momento para (casi) todo, no esta vez, el trabajo tendría que esperar, aunque fuera por un momento.

Fragüé el plan, después de todo, tenía bastante tiempo libre. Me duché con calma, perfumé mi cuerpo (depilado previamente, por supuesto), me sequé el cabello y me maquillé muy sutilmente. Me vestí de manera casual... unos jeans ajustados, una blusa campesina de escote pronunciado y unas sandalias de tacón que, aunque no muy alto, a él le encantan. Abajo usé una diminuta tanga color negro que, en la parte de atrás, tiene pequeñas piedras brillantes (no es lo que acostumbro usar a diario, pero es su fetiche, mi intención es que no pudiera resistirse) y, arriba, nada... Solo la blusa, nada de sostén.

Desde la puerta del pequeño estudio lo estuve observando, estaba tan absorto en su trabajo, que ni siquiera notó mi presencia. Tomé aire, me armé de valor y entré con los hombros hacia atrás y el pecho erguido. Caminé hasta el escritorio y me paré a su lado. Ni se inmutó. Me incliné, apoyando los codos sobre la mesa y parando mucho la cola... Jajaja, era mi intento de seducción, no lo olviden, y empecé a hacerle mimos. Entonces volteó, me miró rápidamente (obvio, notó el escote, porque su mirada se clavó ahí por unos segundos, aunque quiso disimularlo) y regresó la vista a la pantalla de la laptop.

Por supuesto que no me iba a dar por vencida. Me levanté de  la mesa, "accidentalmente" se cayeron unos lápices y bolígrafos por lo que tuve que inclinarme para levantarlos. Pero nada... Todavía.

Volví a su lado, aún no sabía cómo es que podía ignorarme de esa forma, ¿por qué era tan cruel?
No iba a esperar demasiado, mi paciencia no da para eso, mis ganas tampoco. Me puse de pie a su lado, empujé el sillón que, con sus 'rueditas', hizo fácil la tarea... Me senté sobre sus piernas e, ignorando sus cuestionarmientos, le dije que necesitaba hablar con él, que no era justo que me abandonara de esa forma... Y lo besé en los labios lenta pero apasionadamente. Él respondió de la misma manera y festejé mi triunfo internamente.

El beso fue largo y húmedo, sus manos tuvieron la oportunidad de comprobar que no llevaba nada bajo la blusa, incluso, deslizó la parte delantera y dejó expuestos mis senos. Mientras los acariciaba, me dijo que tenía razón, que me había abandonado mucho tiempo y que era hora de darme lo que, evidentemente, estaba necesitando. Rápidamente mi imaginación voló, el estudio se convirtió en un sensual escenario caliente y sucio, yo ya sentía húmeda la entrepierna cuando, de pronto escupió - lo que tú necesitas son unas buenas nalgadas para que aprendas a respetar los tiempos, los espacios y las actividades ajenas-.
Dicho esto, cruzó mis piernas hacia atrás por encima de las suyas y me dejó en la posición más vulnerable que una esposa/spankee pueda estar: boca abajo.

Me quejé, reclamé, por supuesto que me enojé porque mi objetivo no era ese, no esta vez. Le pedí que no lo hiciera y hasta excusé que se trataba de una broma, que ya lo iba a dejar trabajar en paz. No me creyó.

Por encima de los jeans comenzó a azotar, fuerte, rápida y firmemente. Su palma se impactaba una y otra vez contra mis nalgas que, dada la fuerza y única protección de los pantalones, ya comenzaba a escocer. Cuando llevaba un rato azotando, deslizó los jeans hasta media nalga, solo como para asegurarse del color y, así, siguió azotando. Las nalgadas que alcanzaban a tocar la piel directamente, dolían muchísimo más. Con la mano izquierda presionaba mi espalda y, al mismo tiempo, tiraba del elástico de la tanguita que se metía más y más en mis rincones. Siguió azotando un buen rato y yo solo apretaba fuerte la mandíbula, los párpados y la dignidad.

- Ponte de pie, ordenó con voz grave. Ahora vas a ver lo que te va a costar haber interrumpido mi trabajo.

Bajó mis jeans hasta las rodillas, me inclinó sobre el escritorio (como lo había hecho yo misma al principio) y, después de varias nalgadas bien dadas, se quitó el cinturón. Yo comencé a llorar le dije que no había sido para tanto. Enfaticé mi drama en el hecho de que me sentía sola, triste y abandonada pero no sirvió de mucho. Dobló el cinturón a la mitad.

Antes de asestar el primer azote y jugando con mi pobre espíritu ya muy adolorido y llorón, dijo:

- Sé que he estado enfocado en el trabajo, que no te he dado la atención que te mereces, pero también sé que hay una razón para todo ello y, lo molesto del asunto es que, desde el principio te lo expliqué pero, como siempre, la señorita no presta atención. Vas a contar 30 en voz alta.

Comenzó. Con cada azote mi cuerpo rebotaba un poco sobre la mesa. Yo lloraba y sentía verdadero arrepentimiento... Es verdad que me había dicho que eran un par de semanas pesadas, que el trabajo sería absorbente pero que después me compensaría con unas pequeñas vacaciones. Fui tan ansiosa, tan desesperada y tan incomprensiva.

Probablemente merecía el castigo pero, en mi defensa, realmente me sentía un tanto abandonada. Ya sé, ya sé, hay formas para todo y, además, como bien lo dijo él, ya no soy una adolescente que no puede frenar sus impulsos. Qué estúpida me sentía.

Terminamos con los 30 cinturonazos, de hecho, fue en el último que, dada la fuerza del azote, mi cuerpo se empujó hacia atrás y, con mis nalgas (ya muy calientes y adoloridas), alcancé a rozar su pantalón del que sobresalía un bulto. Estaba muy excitado, esa erección hizo que cualquier rastro de arrepentimiento se borrara de inmediato, al contrario, fue mi victoria y él se dio cuenta.

Tiró el cinturón al piso, bajó su cierre y, antes de que me diera cuenta, con el hilo de la tanga hecho a un lado y totalmente mojado, estaba dentro de mí.

Imaginarán ustedes lo que siguió a continuación, no es que no quiera contárselos, es que estoy segura que su imaginación sabrá dar forma, mucho mejor que mis palabras.

Al final, él siguió trabajando hasta tarde, claro, tenía un pequeño atraso y yo, después de todo, logré el objetivo... Las nalgas rojas fueron el plus.

YoSpankee

jueves, 13 de diciembre de 2018

Sin mentiras [Tercera parte]

Mi respiración iba recobrando poco a poco su ritmo habitual, las manos de José se sentían tan suaves y yo agradecía internamente cada caricia pues, supongo que era efecto de la crema, el dolor también iba cediendo.
El tiempo parecía haberse detenido, también era que yo quería que así fuera, pero aún moría de hambre. En una lucha interna, opté por interrumpir el 'masaje' y, cuando estuve a punto de hacerlo, José se adelantó diciendo: con los azotes, la temperatura de tus nalgas se elevó muchísimo, pero creo que aún tienes fiebre, pequeña.
Quise decirle que no creía que así fuera, que el malestar había pasado hacía rato, que lo que realmente tenía era mucha hambre, pero...
- Te tomaré la temperatura, no te muevas.
Dicho lo anterior, tomó nuevamente la bolsa de plástico y de ella sacó un termómetro y un frasco pequeño de vaselina. De inmediato adiviné sus intenciones.
- No José, ¿qué haces?
Intenté ponerme de pie, de ninguna manera permitiría que me tomara la temperatura de esa forma. Es cierto que él ya había visto algunos de mis rincones pero, de eso a tomarme la temperatura vía rectal, estaba muy equivocado.
- No, José, por favor, así no.
Es que, no es pregunta, respondió y continuó preparando el termómetro untándole vaselina directamente del frasco.
- No te muevas, no quiero lastimarte...
Intenté resistirme, levantar mi cuerpo de la cama pero no pude, o en el fondo no quise, no estoy segura. Sentí cómo mi cuerpo se contrajo ante el miedo, ante la vergüenza.
Es cierto que ya estaba semidesnuda, no tenía ropa de la cintura hacia abajo, y José había visto mi cuerpo y también lo había tocado, pero esto iba mucho más allá de lo que jamás había imaginado o permitido.
Mi cerebro trabajaba a marchas forzadas, trataba de idear la manera de librarme de esto, de pronto, escuché cuando rompió el plástico que envolvía un par de guantes de látex, se los puso fácil y rápidamente, como si fuera algo cotidiano para él. Ya no hubo tiempo, más tardé en procesar lo que estaba a punto de suceder cuando, de un movimiento y habiendo puesto el termómetro y la vaselina en el buró, se sentó en la cama y me atrajo nuevamente sobre sus piernas. Estaba a punto de suceder una de mis peores pesadillas o uno de mis más ocultos deseos, no lo sé.
Boca abajo, sobre sus piernas, y aún después de una buena tunda, me sentí muchísimo más vulnerable que nunca en mi vida. La sensación del momento en que, con los dedos de su mano izquierda, separó mis nalgas y con la derecha situó la punta del termómetro en mi ano, es indescriptible.
Pensé en resistirme, en suplicar que no lo hiciera pero, no pude, mi cuerpo se entregó voluntariamente a los cuidados de ese hombre al pendiente de mí... o quizá es que la debilidad por el hambre ya se hacía presente.
El frío del termómetro hacía que ese huequito en mi cuerpo se contrajera automáticamente, mientras tanto, José daba un pequeño masaje en mis nalgas y, al mismo tiempo, soltaba un discurso acerca de la responsabilidad, la honestidad, la falta de disciplina y no sé qué más, en realidad, yo estaba demasiado concentrada en el momento, en la situación.
- Bien, jovencita, aún tienes fiebre, afortunadamente traje medicamentos para ello, así que no debes preocuparte.
Dicho lo anterior, y sin soltar mi cintura, volvió a buscar en la bolsa y sacó una pequeña caja amarilla. Intenté ponerme de pie, supuse que eran tabletas y la posición era complicada para tomarlas. José me detuvo con firmeza.
- ¿A dónde crees que vas?, aún debo ponerte un par de supositorios.
Mis ojos se abrieron como platos, la vergüenza era tanta que lo único que se me ocurrió hacer fue ponerme a llorar como una niña pequeña, ya mi cuerpo no tenía fuerza para pelear, el ánimo también se había dado por vencido.
Cuando me di cuenta, estaba con la cabeza inclinada y la cola levantada, en una postura por demás sumisa.
- No lo hagas, José... Exclamé en un susurro mientras él, evidentemente hábil para la tarea, sacaba 2 piezas blancas de aproximadamente 3 o 4 centímetros de largo, las puso sobre el buró y procedió a hacer el mismo movimiento que con el termómetro... Pero esta vez, lo que sentí en el ano, fue la punta de su dedo índice que, lenta pero firmemente, entraba y salía.
- No quiero que te duela, así que primero voy a lubricar bien y a dilatar un poco.
Mis párpados estaban apretados, sentir su dedo en mi culo me despertaba muchísimas sensaciones y emociones, estaba terriblemente confundida porque, después de todo, creo que lo estaba disfrutando.
Después de estar un par de minutos estimulando con su dedo, José introdujo los supositorios y, después del segundo, metió su dedo lo más profundo que pudo... Solté un gran suspiro que, ahora que lo pienso, bien pudo haber sido un gemido.
- Ya está todo bien, Laura, relájate.
Con suavidad levantó mi cuerpo y me depositó sobre la cama, se tumbó a mi lado y con su rostro a la altura del mío, me dijo que se preocupaba por mí, que todo lo que hacía era para que yo estuviera mejor.
- Incluso los azotes, quiero que dejes de comportarte como una niña pequeña porque, de lo contrario, tendré que seguir tratándote como a una... A menos que te guste que lo haga.
Dijo eso último con una sonrisa pícara y yo me sonrojé, escondí mi rostro en su pecho porque, de verdad, sentí mucha vergüenza, no sabía qué responder a eso.
Levantó mi barbilla, me miró fijamente y con toda la ternura que un hombre es capaz, me besó en los labios.
- Gracias, José... Te quiero muchísimo pero, ¿puedo decirte algo?
- Lo que quieras, princesa.
- Me estoy muriendo de hambre.
FIN
Yospankee

Sin mentiras... [Segunda parte]

Confundida lo miré, sentí cómo mis ojos se llenaban nuevamente de lágrimas, no quería que me azotara más, el dolor en mis nalgas ya era demasiado, además, ¿con el cinturón?, no lo soportaría.
- Recuéstate boca abajo, necesito que entiendas que lo que hiciste no está bien.
Lo anterior lo dijo mientras iba sacando lentamente el cinturón de su sitio, al terminar lo dobló en dos, sujetándolo por la hebilla. Yo no reaccionaba aún, estaba segura de no querer recibir ni un azote más. Supongo que pasaron unos segundos, entonces él señaló la cama de nuevo, yo seguía muda. Vi cómo tomaba las almohadas y las ponía a mitad de la cama... La idea más estúpida cruzó por mi mente. Lo empujé y cayó de bruces y yo intenté salir corriendo, torpemente di un par de pasos pero tropecé con la colcha que se enredó en mis tobillos haciéndome caer estrepitosamente. Él comenzó a carcajearse, su risa resonaba por toda la habitación... En un arranque de furia, más por la humillación y la burla, me quité los zapatos y se los lancé, uno de ellos golpeó su hombro y él rió aún más.
- Eres un imbécil, José, lárgate de mi casa, no quiero volver a verte!!!
Grité con todas mis fuerzas y pataleé en el piso, entonces me sentí como la niña estúpida e inmadura que él tanto señalaba que era. Comencé a llorar.
Habría querido saltar sobre él, golpearlo para defender mi dignidad. Algo dentro de mí lo impidió y, con un hilo de voz solo pude decir: ¡te odio!
De pronto su risa se apagó, me miró fijo y lentamente se levantó de la cama para ir a mi lado. Yo lloraba abrazando mis rodillas, ocultaba mi rostro con los brazos y lo único que quería era que me tragara la tierra en ese instante.
Sentí su mano acariciar suavemente mi cabello, después me abrazó tan fuerte que, aunque intenté soltarme, no lo logré. Su voz era cálida y tierna, me decía que lo que hacía era por mí, por mi bienestar. Le creí, por la razón que ustedes quieran, le creí que era necesario ser disciplinada por él y a través de esos métodos. Las nalgas me dolían y, aunque no hubo ninguna disculpa de por medio, asumí que yo lo disculpaba y, al mismo tiempo, me sentía perdonada por él.
No sé cuánto tiempo transcurrió, me ayudó a ponerme de pie y me abrazó nuevamente. Me preguntó si sabía que había hecho mal, que si sabía que el castigo había sido necesario. Asentí.
Tonta e ilusamente pensé que todo había terminado, finalmente aprendí la lección, seguía enferma y aún moría de hambre; nuestros problemas habían sido resueltos ya, ¿o no?
- Laura, sé que esto no ha sido sencillo, sé que duele y también yo quiero terminar con ello pero, no puedo permitir que sigas comportándote de esa manera. Lo entiendes, ¿verdad?
Quería responder que no, que ya había sido suficiente pero, algo dentro de mí lo impidió y, - sí, lo sé-, respondí mientras mis ojos se iban llenando de lágrimas nuevamente.
José me dio un beso en la frente, me tomó del brazo y me condujo hasta la cama, intenté suplicar con la mirada pero fue en vano. Lentamente me recosté boca abajo con el vientre a la altura de las almohadas, mis nalgas quedaron totalmente expuestas. Bajó el calzón hasta las rodillas. Sentí mucha vergüenza, traté de apretar los muslos lo más que pude, me di cuenta que había un poco de humedad en mis rincones y eso me confundió terriblemente.
- Serán 20 azotes con el cinturón, Laura, los tendrás que contar en voz alta y agradecer después de cada uno "gracias, no volveré a ser grosera ni a descuidar mi salud", ¿quedó claro?
¿Qué se suponía que respondiera?, por supuesto que estaba clara la indicación, lo que no estaba claro era cómo soportaría un castigo como ese.
- Si pierdes la cuenta, si te quitas o pones la mano, volveré a empezar. ¿Entendido?
Lo que quería era que comenzara ya, así terminaría pronto también. Apreté las sábanas, mis nudillos podían verse blancos por la fuerza que me daba tanto miedo por el dolor que sabía estaba a punto de recibir.
Sentí el cuero del cinturón acariciar mi cola desnuda, recorrerla de un lado a otro como una advertencia... De pronto ya no estaba y, con una velocidad que no podría describir, se impactó con violencia contra mis nalgas que, junto con el resto de mi cuerpo, se contrajeron de forma automática...
- No te escuché contar, jovencita.
- Uno, gracias, no volveré a ser grosera ni a descuidar mi salud.
No sé si los azotes tenían toda la fuerza posible, a mí me parecía que cada uno era más doloroso que el anterior, mis nalgas ardían, podía adivinar líneas rojas cruzando de lado a lado como prueba de mi estupidez, de mi inconsciencia y, probablemente, del cariño que José sentía por mí. Poco a poco me fui convenciendo de que realmente agradecía cada cinturonazo.
No sé cómo pero por fin llegamos a los 20, debo confesar que fue muy bueno al perdonar que, en el azote 13 atravesé la mano y solo repitió ese, que en el azote 18 me quedé callada por mucho tiempo y él creyó que había perdido la cuenta, sin embargo solo me recordó con un grito fuerte el número que correspondía.
Las lágrimas bañaban mi cara, la respiración era agitada y entrecortada, a esas alturas ya era capaz de prometer lo imposible.
- Lo siento mucho, José, te prometo que no volverá a suceder... Perdóname, por favor.
Acarició de nuevo mi cabeza, luego el cuello, la espalda y se detuvo en mis nalgas que, aunque respingaban al contacto, agradecían las caricias.
- No te muevas, ahora vuelvo, pequeña.
Mi cuerpo aún temblaba pero obedecí. Volvió de la cocina con una bolsa de la que sacó un tubo de crema humectante que esparció generosamente en toda el área castigada.
Después de la tempestad viene la calma, dicen, y qué razón tienen.
Continuará.
(Sí, hay tercera parte)

Sin mentiras... [Primera parte]

Las últimas semanas han sido complicadas, mi salud ha sido uno de los factores para ello. Ayer no salí de la cama, tenía un terrible dolor de cabeza, el cuerpo también dolía y la fiebre no se hizo esperar. 
Para el medio día me dolía el estómago porque tenía hambre, es decir, mi cuerpo exigía alimentos, pero el ánimo opinaba lo contrario.

Más tarde recibí una llamada de mi amigo José, preguntaba si estaba bien porque no había acudido a la cita que teníamos esta mañana para revisar algunos detalles de un proyecto que tenemos en común. ¡Rayos!, lo olvidé por completo. Supongo que mi voz parecía de ultratumba porque él adivinó que no me sentía bien y hasta se ofreció para llevarme al medico.

- No, José, cómo crees... Te prometo que en un rato voy yo, no es necesario que te molestes...
Sí sí, estoy segura, no pasa nada.
Colgué el teléfono y, de nuevo, me acurruqué en mi cama y dormí, dormí hasta que no pude más. 

No sé exactamente cuántas horas fueron, pero ya era tardísimo. Por fin, mi estómago ganó la batalla y, arrastrando los pies, fui hasta la cocina... Es en estas situaciones donde me arrepiento de ser tan desordenada, tan floja y... ¡No hay nada qué comer! Serví cereal en un tazón, lo comí seco porque no tenía leche en el refrigerador, un par de bocados fueron suficientes.

El dolor de cabeza había cedido un poco, al parecer, la fiebre también. Supongo que lo único que necesitaba era descansar.
Revisé mi celular, tenía varias llamadas perdidas de José, unas 6... Intenté devolver la llamada pero no tuve suerte. No era importante, pensé.
Me tumbé en el sillón, encendí la laptop y me preparé para un buen rato de Netflix...

Sonó el timbre, en realidad no esperaba a nadie, así que lo ignoré y seguí en lo mío, pero seguían insistiendo de tal manera que, malhumorada y somnolienta abrí la puerta con la peor de mis caras.

- Laura, estás bien, qué gusto. Disculpa que haya venido así, te marqué al celular pero jamás respondiste, ¿qué te dijo el médico?, te escuché muy mal cuando hablamos esta tarde.
Lo anterior fue dicho mientras él me sostenía de los brazos y, como tardé en reaccionar, al hacerlo me safé con un poco de agresividad y fastidio.

Suéltame, le dije, ¿te crees mi papá o qué?

José siempre ha sido una finísima persona conmigo, respetuoso, cariñoso y amable; no sé por qué respondí así, era obvio que estaba preocupado. Cuando quise disculparme, quizá ya era un poco tarde.

- No sé por qué te pones así, Laura, lo único que hice fue preocuparme por ti, si estoy aquí es porque creí que realmente estabas mal... Ahora veo que no es así, siento haberte molestado. Buenas noches.

Se dio la vuelta y se fue, no supe qué hacer, no me atreví a detenerlo porque no sabía cómo hacerlo. Cerré la puerta y me recargué en ella dejándome caer hasta el piso... ¡Estúpida, estúpida!, me decía a mí misma. José es la última persona en el mundo que merece ser tratada así. Entonces reaccioné, rápidamente me puse de pie y le llamé al celular... ¡¡Contesta, por favor!!

- Diga. Al fin respondió.
- José, por favor no te vayas... Es que he tenido un día horrible, de verdad me sentía muy mal, no mentí... Y luego, no he comido nada y muero de hambre... Y es que no he hecho el súper porque no he salido de casa... Por favor vuelve, discúlpame, ¿sí?

- ¿Entonces no fuiste al médico?
- Eh... Yo... Nno, pero ya me siento bien, ya no me duele la cabeza, ya se quitó también la fiebre... Regresa, por favor, vamos a platicar, ¿si?

Después de un largo silencio:
- Está bien, sí quiero hablar contigo, pero deja voy a comprar algunas cosas, necesitas comer algo. No tardo.

Y colgó. Me sentí aliviada, de verdad no sé por qué tengo esa horrible forma de reaccionar y de lastimar a las personas que quiero y me quieren. Además, aún tenía muchísima hambre, qué bueno que se le ocurrió ir a comprar algo. Caray, siempre me salgo con la mía, pensé y sonreí descarada.

No pasó mucho tiempo y volvió a sonar el timbre, contenta corrí a abrir... Lo recibí con una gran sonrisa, traía algunas bolsas en las manos y sorprendida le dije que no debió molestarse.

- Guarda silencio, me dijo en un tono seco y molesto, no supe qué decir y me limité a observar cómo llevaba las bolsas a la cocina.

- Ven, vamos a tu habitación, no es verdad que ya estás bien, debes estar en la cama. Te prepararé la cena en un momento.

De la mano me llevó a la recámara. Apenas entramos y, tomándome por sorpresa, comenzó a darme palmadas en las nalgas sin soltar mi mano.

- ¿Qué carajos crees que haces? Suéltame, ya basta, Josééééé!!

Por supuesto, no se detuvo, siguió azotando, incluso más fuerte. Yo forcejeaba, trataba de soltarme y de esquivar las nalgadas al mismo tiempo. De pronto, en un rápido movimiento se sentó en la cama y me jaló con la fuerza suficiente para tumbarme sobre sus rodillas. Yo gritaba y me retorcía, pataleaba y le suplicaba que se detuviera, pero no me hacía caso, al contrario, solo me decía lo irresponsable que era, lo desobediente que fui al no ir al doctor y, peor aún, lo estúpida que fui al quedarme sin comer todo el día.

Sin darme cuenta, de pronto me quedé sin el pantalón de la pijama pues él tiró del resorte y lo bajó hasta mis rodillas, después, con el pataleo terminó por salirse completamente... Yo seguía suplicando a ratos, gritando y amenazando a otros... Él no cedía nada, arremetía fuerte y rítmicamente contra mis nalgas con la mano bien extendida.... Después intentó bajar mis calzones, pero esta vez fui más rápida y, con ambas manos, agarré con fuerza el elástico; él, de manera inteligente, tomó los bordes del calzón, los juntó en el centro de mi cola y, haciendo un intento de calzón chino, dejó al descubierto la piel enrojecida y caliente de ambas nalgas y siguió azotando.

Yo estaba rendida, en algún momento dejé de luchar, me resigné a mi destino y comencé a llorar desconsolada. Las lágrimas bañaban mi rostro, la cola me ardía horrible y sentía mi dignidad más aporreada que mi parte posterior.
Por fin se detuvo. Despacio, me ayudó a levantarme y quitó la colcha de la cama.

Quiero que descanses, necesitas recuperarte, la salud no es un juego, ¿entendiste? Respondí asintiendo con la cabeza mientras con una mano me limpiaba las lágrimas y con la otra me sobaba las nalgas. Iba a darme la vuelta cuando me detuvo del brazo. Comenzó a desabrochar su cinturón y me dijo: aún no terminamos, jovencita.

Continuará.