jueves, 13 de diciembre de 2018

Sin mentiras... [Segunda parte]

Confundida lo miré, sentí cómo mis ojos se llenaban nuevamente de lágrimas, no quería que me azotara más, el dolor en mis nalgas ya era demasiado, además, ¿con el cinturón?, no lo soportaría.
- Recuéstate boca abajo, necesito que entiendas que lo que hiciste no está bien.
Lo anterior lo dijo mientras iba sacando lentamente el cinturón de su sitio, al terminar lo dobló en dos, sujetándolo por la hebilla. Yo no reaccionaba aún, estaba segura de no querer recibir ni un azote más. Supongo que pasaron unos segundos, entonces él señaló la cama de nuevo, yo seguía muda. Vi cómo tomaba las almohadas y las ponía a mitad de la cama... La idea más estúpida cruzó por mi mente. Lo empujé y cayó de bruces y yo intenté salir corriendo, torpemente di un par de pasos pero tropecé con la colcha que se enredó en mis tobillos haciéndome caer estrepitosamente. Él comenzó a carcajearse, su risa resonaba por toda la habitación... En un arranque de furia, más por la humillación y la burla, me quité los zapatos y se los lancé, uno de ellos golpeó su hombro y él rió aún más.
- Eres un imbécil, José, lárgate de mi casa, no quiero volver a verte!!!
Grité con todas mis fuerzas y pataleé en el piso, entonces me sentí como la niña estúpida e inmadura que él tanto señalaba que era. Comencé a llorar.
Habría querido saltar sobre él, golpearlo para defender mi dignidad. Algo dentro de mí lo impidió y, con un hilo de voz solo pude decir: ¡te odio!
De pronto su risa se apagó, me miró fijo y lentamente se levantó de la cama para ir a mi lado. Yo lloraba abrazando mis rodillas, ocultaba mi rostro con los brazos y lo único que quería era que me tragara la tierra en ese instante.
Sentí su mano acariciar suavemente mi cabello, después me abrazó tan fuerte que, aunque intenté soltarme, no lo logré. Su voz era cálida y tierna, me decía que lo que hacía era por mí, por mi bienestar. Le creí, por la razón que ustedes quieran, le creí que era necesario ser disciplinada por él y a través de esos métodos. Las nalgas me dolían y, aunque no hubo ninguna disculpa de por medio, asumí que yo lo disculpaba y, al mismo tiempo, me sentía perdonada por él.
No sé cuánto tiempo transcurrió, me ayudó a ponerme de pie y me abrazó nuevamente. Me preguntó si sabía que había hecho mal, que si sabía que el castigo había sido necesario. Asentí.
Tonta e ilusamente pensé que todo había terminado, finalmente aprendí la lección, seguía enferma y aún moría de hambre; nuestros problemas habían sido resueltos ya, ¿o no?
- Laura, sé que esto no ha sido sencillo, sé que duele y también yo quiero terminar con ello pero, no puedo permitir que sigas comportándote de esa manera. Lo entiendes, ¿verdad?
Quería responder que no, que ya había sido suficiente pero, algo dentro de mí lo impidió y, - sí, lo sé-, respondí mientras mis ojos se iban llenando de lágrimas nuevamente.
José me dio un beso en la frente, me tomó del brazo y me condujo hasta la cama, intenté suplicar con la mirada pero fue en vano. Lentamente me recosté boca abajo con el vientre a la altura de las almohadas, mis nalgas quedaron totalmente expuestas. Bajó el calzón hasta las rodillas. Sentí mucha vergüenza, traté de apretar los muslos lo más que pude, me di cuenta que había un poco de humedad en mis rincones y eso me confundió terriblemente.
- Serán 20 azotes con el cinturón, Laura, los tendrás que contar en voz alta y agradecer después de cada uno "gracias, no volveré a ser grosera ni a descuidar mi salud", ¿quedó claro?
¿Qué se suponía que respondiera?, por supuesto que estaba clara la indicación, lo que no estaba claro era cómo soportaría un castigo como ese.
- Si pierdes la cuenta, si te quitas o pones la mano, volveré a empezar. ¿Entendido?
Lo que quería era que comenzara ya, así terminaría pronto también. Apreté las sábanas, mis nudillos podían verse blancos por la fuerza que me daba tanto miedo por el dolor que sabía estaba a punto de recibir.
Sentí el cuero del cinturón acariciar mi cola desnuda, recorrerla de un lado a otro como una advertencia... De pronto ya no estaba y, con una velocidad que no podría describir, se impactó con violencia contra mis nalgas que, junto con el resto de mi cuerpo, se contrajeron de forma automática...
- No te escuché contar, jovencita.
- Uno, gracias, no volveré a ser grosera ni a descuidar mi salud.
No sé si los azotes tenían toda la fuerza posible, a mí me parecía que cada uno era más doloroso que el anterior, mis nalgas ardían, podía adivinar líneas rojas cruzando de lado a lado como prueba de mi estupidez, de mi inconsciencia y, probablemente, del cariño que José sentía por mí. Poco a poco me fui convenciendo de que realmente agradecía cada cinturonazo.
No sé cómo pero por fin llegamos a los 20, debo confesar que fue muy bueno al perdonar que, en el azote 13 atravesé la mano y solo repitió ese, que en el azote 18 me quedé callada por mucho tiempo y él creyó que había perdido la cuenta, sin embargo solo me recordó con un grito fuerte el número que correspondía.
Las lágrimas bañaban mi cara, la respiración era agitada y entrecortada, a esas alturas ya era capaz de prometer lo imposible.
- Lo siento mucho, José, te prometo que no volverá a suceder... Perdóname, por favor.
Acarició de nuevo mi cabeza, luego el cuello, la espalda y se detuvo en mis nalgas que, aunque respingaban al contacto, agradecían las caricias.
- No te muevas, ahora vuelvo, pequeña.
Mi cuerpo aún temblaba pero obedecí. Volvió de la cocina con una bolsa de la que sacó un tubo de crema humectante que esparció generosamente en toda el área castigada.
Después de la tempestad viene la calma, dicen, y qué razón tienen.
Continuará.
(Sí, hay tercera parte)

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