domingo, 1 de diciembre de 2019

Riesgos (3a. Parte)


PARTE 3:
Escuchar la voz de mi mamá mientras me preguntaba acerca de lo que había quedado pendiente la noche anterior, hizo que el estómago comenzara a dar vueltas. Un nudo se atravesó en mi garganta y cualquier palabra se negó rotundamente a salir de ahí.

- Sigo esperando, señorita. 

Contra toda mi voluntad, gire sobre mis talones y la miré desde las escaleras. Tenía tantas ganas de salir corriendo pero, siendo realistas, mis opciones eran terriblemente limitadas. Tragué saliva. 

Lentamente comencé a descender, sabía (o al menos lo intuía) lo que estaba por venir. El miedo me consumía y, aunque sabía que merecía el castigo, mi cuerpo se negaba rotundamente a aceptarlo. Las lágrimas no tardaron en aparecer, los pucheros también. 

Cuando estuve a su alcance, aún en el segundo escalón, mamá me tomó del brazo y, a rastras, me llevó a la cocina. Por más que imploré misericordia, prometí lo imposible, pedí mil perdones y lloré como niña pequeña; nada la detuvo. Volvió a sentarse sobre la silla en la que, minutos atrás, nalgueaba a Angelito quien, con evidente terror, seguía sollozando en el rincón que le fue asignado para reflexionar acerca de su comportamiento.

Caí de bruces sobre la falda de mamá, mi rostro quedó muy cerca del piso, lo que provocó que mis nalgas quedaran totalmente expuestas y a disposición de la mano furiosa de mi madre que, sin mediar una sola palabra, comenzó a caer con fuerza y velocidad. 

El pantalón de la pijama no ofrecía gran protección, al contrario, era como si no estuviera ahí. De todas formas no importó mucho, pijama y ropa interior fueron retirados casi de inmediato y, entonces sí, las lágrimas caían a chorros por mi cara, los gritos eran insuficientes para expresar el dolor, la culpa, la humillación.

Yo sé que lo que hice estuvo mal, que el castigo era más que merecido pero no podía soportar la manera en que mi trasero ardía cada vez más y más. Pataleaba, me retorcía, suplicaba y, lo único que obtenía eran más nalgadas cada vez. 

- Por favor, má, ya no puedo más. 

No sé si la conmoví, se cansó o se dio cuenta de que había llegado a mi límite. Se detuvo y me dijo lo mismo que a mi hermanito, que ella lo hacía por mi bien y que, de ahora en adelante, las cosas en casa se solucionarían de esta manera. 

- Ve al rincón, Laura. Ángel, ¡ven aquí!

Mientras me dirigía al rincón, me crucé en el camino con Angelito. Estábamos intercambiando lugares, yo a reflexionar acerca de mi conducta y él a colocarse sobre las piernas de mamá para recibir otra tanda de nalgadas. Ambos llorábamos y solo pudimos regalarnos mutuamente una mirada de dolor y comprensión. 

De cara a la pared, escuché que Ángel retimaba las súplicas. Su llanto hacía que el mío se hiciera más fuerte y más escandaloso. Yo no lo vi pero adiviné que, ya en posición, mi hermano comenzó a recibir el impacto de la zapatilla de mamá. Los azotes se escuchaban secos, con un tipo de eco espeluznante que rebotaba en toda la habitación. Mi estómago se contrajo cada una de las diez veces que la suela de goma se estrelló contra las enrojecidas nalguitas del niño,produciendo gritos y ayes llenos de dolor. 

Pobre de mi hermanito, escuchar cómo lo castigó mamá, me hizo entrar en un carrusel de sensaciones y emociones que, al final, me hicieron entender que, ni Ángel ni yo, volveríamos a salirnos con la nuestra y, además, que esa misma zapatilla, volvería a impactarse pero, ahora, sobre mis nalgas. 

Varios pensamientos cruzaban por mi cabeza cuando. 

- Ve a tu habitación, Ángel, báñate y bajas a desayunar. Tú, señorita, ven para acá. 

FIN. 

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