Era cierto, estaba arrepentida, pero no por lo que había
hecho o dejado de hacer, estaba arrepentida por haberte puesto en esta
situación, por haberte hecho enojar y sentirte como lo haces ahora… estaba
arrepentida porque te fallé y sé que no hay forma de componerlo, aunque sí de
compensarlo.
Lo primero que debo hacer es aceptar el castigo que hayas
decidido y tratar de recibirlo de la manera más humilde y sumisa.
Tu mirada era dura y fría, aunque algo de compasión se
asomaba. Te dolería hacerlo, dijiste… y te creí, es por tu bien… continuaste
mientras doblabas las mangas de la camisa que aún no te habías cambiado después
del trabajo. Yo permanecía inmóvil, no me atrevía a levantar la vista por
completo pero podía adivinar tus movimientos. El corazón me latía rápido,
fuerte… en algún momento pensé que se saldría de mi pecho y yo correría tras el
librándome así del merecido castigo. Pero no sucedió, mi fantasía fue
interrumpida por un fuerte y estremecedor ¡ven aquí!.
Con pasos lentos me acerqué hasta quedar de frente a ti, te
miré con la mejor de mis caras compungidas sin ningún objetivo en sí… más que
supieras que también a mí me dolía… mucho más de lo que seguramente lo harían
los azotes que ya adivinaba caerían sobre mí.
- - Quítate la ropa y ponla bien doblada sobre la mesa. Toda.
Obedecí de inmediato, aunque confieso que con sorpresa pues
nunca me habías ordenado recibir un castigo completamente desnuda. Asumo que tu
objetivo era humillarme, exhibir mi vulnerabilidad ante ti, hacerme saber quién
manda y que a mí me corresponde obedecer siempre, ante cualquier indicación,
sin chistar ni cuestionar.
Por alguna razón me atacó una oleada de pudor, sentía mucha
vergüenza al ir despojándome lentamente de cada una de las prendas que llevaba
encima. La camiseta, los pantalones, el sostén y los calzoncillos quedaron
ordenados sobre la mesa tal como lo indicaste. Instintivamente cubrí con un
brazo mis senos y la mano libre ‘protegía’ mi pubis.
- - Las manos detrás de la cabeza.
Sí, querías humillarme, querías recordarme que tus
intenciones eran reales y que no estabas dispuesto a ahorrarme ningún tipo de
incomodidad. Querías que aprendiera la lección y yo lo tenía tan claro al grado que, de manera automática, las lágrimas
comenzaron a rodar por mis mejillas.
- - ¿Por qué lloras?, aún no comienzo a castigarte y tú ya estás dramatizando…
- - No es drama, de verdad estoy muy arrepentida… y no, no te voy a pedir que no me castigues, al contrario, te pido que lo hagas… sé que lo merezco.
- - Deseo concedido, señorita.
Dicho lo anterior me tomaste del brazo y me condujiste hasta
el sillón de la sala donde, sin más preámbulos, me ordenaste inclinarme y
comenzaste a azotar pausada pero firmemente… los regaños no se hicieron esperar
y yo no tenía argumento alguno para defenderme, estaba consciente de merecer
cada azote, cada palabra. Mi cuerpo se estremecía y respondía ante cada palmada
contrayéndose y respingando.
Al principio intenté contar los azotes para mantener mi
mente distraída pero sin darme cuenta dejé de hacerlo para concentrarme en
soportar el dolor. Para ese momento tú apoyabas la mano izquierda en mi espalda
pues, sin notarlo, a momentos erguía mi cuerpo como queriendo escapar…
- - Ponte de pie, - ordenaste mientras me ayudabas a incorporarme pues mi respiración era agitada y los sollozos me hacían tener espasmos que para tu gusto eran exagerados.
Me tomaste de la barbilla y me permitiste sobarme pues el
castigo apenas había comenzado y no pararías hasta hacerme entender la lección:
obedecer. Después me condujiste hasta el rincón donde me ayudaste a poner las
manos en la nuca y me indicaste permanecer ahí hasta que tú me avisaras.
Mientras tanto escuché que fuiste a la cocina, te serviste algo de beber y volviste para acercar la silla al centro de
la habitación. Apreté fuerte los párpados pues ya adivinaba un otk o mis manos
apoyadas sobre el asiento… pero no fue así, me llamaste y me ordenaste
sentarme. Apenas mi piel tocó la dura madera solté un quejido pues mi cola
ardía después de los primeros azotes.
- - Dime por qué te estoy castigando.
- - Por desobediente…
- - Sí, pero por qué exactamente…
- - Porque no cumplí con lo que me habías pedido y…
- - ¿Comiste?
- - No
- - ¿Estudiaste?
- - No
- - ¿Te pasaste el día entero perdiendo el tiempo, te valió cumplir con lo que te había pedido?
- - Sí… perdón… no es que me valiera pero…
No supe qué más decir, mi voz entrecortada por el llanto
acrecentaba la dificultad para decirte que de verdad lo sentía y que no
volvería a suceder… quizá no me creerías pues esa promesa la había hecho ya
tantas veces pero, te lo juro, ahora era diferente.
Apretabas la mandíbula como reprimiendo tu necesidad de
abrazarme, consolarme y decirme que estaba bien, que ya había sido suficiente y
que me creías… pero no, supiste controlar la compasión que desde el principio
te había causado. Me pediste ponerme de pie y arrodillarme sobre el asiento de
la silla, te quitaste el cinturón lentamente de manera ceremoniosa y cruel pues
el sonido que se producía al liberarlo de cada presilla de tu pantalón y
después al doblarlo y pasarlo en repetidas ocasiones sobre mis nalgas me hacía
estremecer.
Ambos sabemos que hay un punto de placer escondido entre el
dolor, la humillación y los castigos, mi cuerpo ya lo hacía evidente pero eso
no iba a detenerte, por el contrario, sabías lo que necesitaba y estabas
totalmente dispuesto a negármelo lo más posible.
Algunas palabras como preámbulo de lo que estaba por
suceder, mi cuerpo rígido y contraído esperando el primer cinturonazo que
tardaba, cómo tardaba en caer… de pronto tu sombra me avisó unos segundos antes
y pude sentir el cuero estallar sobre mí… una, otra, otra y otra vez. Traté de
aguatar pero el dolor me obligó, primero a arquear el cuerpo y perder la
posición que ordenaste… después a bajar de la silla, correr a recargarme en la
pared más cercana y, con las manos sobando mis nalgas, suplicarte que no
siguieras más, que había aprendido la lección y que te juraba, con el corazón,
que procuraría no volver a desobedecerte.
El cinturón cayó de tu mano al piso, te rendiste ante mi
arrepentimiento, me abrazaste tan fuerte que también tu cuerpo se sacudía cada
vez que yo jalaba aire porque, nuevamente, mi respiración era agitada por el
llanto… por las emociones… Tomaste mi cara con ambas manos, me obligaste a
mirarte y prometerte que nunca más te orillaría a hacer lo de hoy. Asentí. Me
besaste… volví a sentirme tuya, tu consentida… tu niña mimada aunque con la
cola muy maltratada, claro, merecidamente.
Tuve que pasar 20 minutos de cara a la pared pero ya
tranquila, ya perdonada.
Después me ordenaste ir a tomar un baño y, aunque no tenía
muchas ganas de ello, decidí obedecerte para no tentar una vez más a la suerte
de quien me había aprovechado mucho hasta hoy… Mientras tomaba la ducha
fantaseé con lo que pasaría en cuanto saliera, la humedad en mis rincones aún
permanecía ahí y pensé que querrías hacer uso de ella… pero no, aún seguía
castigada.
Yo Spankee