domingo, 27 de diciembre de 2020

La abuela.

Es curioso que, desde pequeños, muchos de nosotros comenzamos a tener contacto con el mundo spanko de una manera u otra. Más curioso es cuando, dentro de la propia familia, las personas cuentan historias que, sin darse cuenta, iluminan nuestra mente sucia y alimentan nuestras fantasías más perversas.


Se decía que la abuela tenía carácter fuerte, aunque en realidad era mi tatarabuela o algo así. Ella estaba a cargo de la administración de la casa, era la encargada también de la educación de los hijos mientras su marido, fiel a la tradición mexicana, trabajaba de sol a sol para proveer de lo necesario y un poco más a los suyos. 

La abuela Sara era una mujer 'de armas tomar', jamás se detenía ante nada ni nadie. Era una mujer fuerte, tanto física como mental y moralmente. Si había que tomar una escopeta para la cacería o para defender a los suyos, no lo dudaba ni un instante.

Se dice que la cultura en México es machista pero, la verdad, las mujeres mexicanas son las que dirigen el rumbo de la sociedad desde hace mucho tiempo porque es verdad, detrás de un gran hombre hay una gran mujer, la abuela Sara era un ejemplo de ello.

Parte importante del crecimiento y organización familiar era la mano férrea que doña Sara tenía a la hora de educar a sus hijos, especialmente a la hora de corregirlos. Particularmente con las chicas había una disciplina que iba del buen comportamiento a pasar tiempo de rodillas en la sala de estar, recibir unos buenos correazos en los muslos o, en el peor de los casos, recibir dos docenas de azotes en las nalgas con la vara gruesa que mamá Sara guardaba bajo llave en el estante de la cocina. 


Esos eran tres de los castigos favoritos de la abuela y, para cada uno de ellos había un ritual a seguir, tan estricto como cruel. No era para sorprenderse que todos trataran de tener un comportamiento ejemplar pero, bajo la exigencia de doña Sara, era imposible salir impune y no enfrentar la dura mirada que acompañaba la sentencia de tal o cual correctivo. 

El más ligero de ellos consistía en reconocer la culpa,  recoger la falda en la cintura, exhibiendo la ropa interior, arrodillarse a mitad de la sala o la biblioteca y, con los brazos extendidos en cruz, sostener un par de pesados libros con las palmas hacia arriba hasta que ella, mamá Sara, decidiera que había sido suficiente castigo. 
La mayoría de las veces, las chicas cumplían la penitencia con lágrimas en los ojos pues, evidentemente, exponían la intimidad de sus calzoncitos frente a toda la familia y, en el peor de los casos, hasta frente a alguna visita. 


El segundo castigo preferido por doña Sara, de menor a mayor gravedad en cuanto a faltas cometidas, era la correa. Bastaba con que diera la orden: falda arriba y de cara a la pared. Entonces ya no había 'peros', solo obedecer la orden tal cual: subir la falda hasta la cintura y pegar la cara lo más posible a la pared más cercana, esperar a que mamá Sara volviera con la correa en la mano y recibir una ráfaga de cuerazis en los muslos. Claramente, no podían quitarse o meter las manos siquiera, simplemente lloraban, suplicaba que se detuviera, pedían perdón y hacían mil promesas. Al terminar los azotes, debían permanecer de pie, exhibiendo los calzones y, la mayoría de las veces, las líneas rojas y moradas que cruzaban la piel de ambos muslos por detrás. 

El tercero y más fuerte de los castigos, y este era aplicado tanto a hombres como mujeres, era la vara de abedul, dicha vara estaba guardada bajo llave y representaba, para todos los chicos, el peor de sus miedos. Por supuesto, ese castigo, estaba reservado para las faltas más graves y, aunque pocas veces, todos llegaron a probar la furia y el silbido de la vara antes de sentir el latigazo en las nalgas desnudas. 
Todos se estremecía cada vez que la abuela dictaba sentencia y, junto con la 'víctima', se dirigía a la cocina, lugar donde era aplicado tan temido castigo. Llegando ahí, el sentenciado o sentenciada, se despojada de la ropa, de la cintura hacia abajo, y se tumbaba sobre la banca de madera, viendo hacia el piso. Normalmente se abrazaban con fuerza a la viga que servía como asiento pues, lo sabían perfectamente, tenían prohibido moverse o atravesar la mano, so pena de empeorar su situación que, ya de por sí, era terrible. En ocasiones, cuando la víctima se encontraba en posición, mamá Sara mojaba un trapo y lo pasaba por las nalgas de su hijo o hija, a fin de producir un poco más de dolor con los azotes, después, agitaba la vara en el aire, al mismo tiempo que recitaba una cruel regañina que hacía estremecer al más valiente. Acto seguido, decía el número de azotes que aplicaría (que iban de una a dos docenas) y comenzaba a azotar de manera inmisericorde las nalgas a su disposición. Las marcas en la piel eran inmediatas, cada varazo dejaba una visible línea oscura que atravesaba de lado a lado y que, junto con la dolorosa sensación, permanecería durante varios días. 
No había una sola persona que no terminara el castigo con gritos, súplicas y lágrimas, absolutamente nadie quería recibir una paliza así. Al finalizar los azotes se tenía que cumplir un tiempo en el rincón con las manos en la nuca, aún desnudos y a la vista de quien entrara a la cocina en ese momento que, para ser sinceros, si era alguno de los hermanos, no volteaban ni a ver porque sabían lo que era estar en esa postura. 


Los hijos de doña Sara, a pesar de todo, la amaban y respetaban casi con fervor porque, y así lo decían, los educaba con amor y solo cuando era estrictamente necesario. 

YoSpankee