viernes, 8 de junio de 2018

Mala suerte.

Nunca había estado más arrepentida de algo. Ni siquiera tenía qué ver con el castigo que me acababa de echar encima. Estaba plenamente consciente de la charla que tuvimos la última vez, de la promesa que hice y la manera tan irresponsable en que acababa de romperla. Sé que teníamos un trato y, aunque trataba de convencerme que hice todo lo que estuvo en mis manos para cumplirlo, en el fondo sabía que no era así.

Tuve un par de días para intentar resolverlo pero, dada la gravedad del asunto, fue imposible. Al final, sabía que tendría que confesar apenas él llegara de viaje. La vez anterior, el castigo fue ejemplar y absolutamente merecido. No era para menos, no después de haber chocado el auto contra un poste por conducir en estado de ebriedad. En esa ocasión debí entender el tamaño de irresponsabilidad y el peligro que representa, tanto para mí como para las demás personas, el atrevimiento de tomar el volante con la cabeza aturdida.

Quisiera decir que aprendí la lección, que cada azote recibido y cada lágrima derramada valieron la experiencia y jamás me atreví a repetir la "hazaña" pero, dos días no fueron suficientes para decidir cómo explicar que, aprovechando su ausencia, me fui de fiesta con esos amigos a los que tenía prohibido ver. Que, después de horas y muchos tragos en una casa de gente que no conozco, decidimos ir a seguir la juerga en un bar de mala muerte hasta donde conduje con la música a todo volumen. Supongo que estuvimos ahí bastante tiempo, digo que supongo porque no recuerdo la forma en que salí de ahí, tampoco sé cómo o con quién volví a casa.
Al día siguiente, desperté en mi cama, afortunadamente con la ropa puesta (incluso los zapatos), mi bolso y pertenencias completas sobre el buró. Un terrible dolor de cabeza me hizo preguntarme los qués y porqués, sin embargo, al ver que todo estaba en su lugar, me dediqué a dormir el resto del día. A media tarde moría de hambre, fui a la cocina y me serví un trozo de pizza fría. La verdad, también aprovecho cuando él no está para comer de forma descuidada.

Desde la ventana de la cocina se alcanzaba a ver la cochera, tenía la mirada fija en los adoquines del piso aunque, en realidad, no miraba nada, solo podía pensar en lo cansada que me sentía y lo afortunada que era por haber salido ilesa de semejante aventura y descarada sonreí cuando, de pronto, me di cuenta... ¿Dónde carajos está mi auto?

Salí corriendo, estúpidamente busqué en cada rincón y, al no encontrar nada, salí a la calle pero tampoco había nada. Entonces comencé a hacer llamadas, no necesité indagar mucho para saber quién y cómo me llevó hasta mi casa. Según la información que me dieron, estábamos en un bar pero uno de los chicos se hizo de palabras con otro cliente y optamos por cambiar de lugar. Después fuimos a otro, y otro, y otro bar. Al parecer, mi auto quedó en alguno de esos sitios pero, ninguno de los que íbamos, sabía a ciencia cierta dónde.

Una de las chicas, que fue la que me llevó a casa en taxi, me acompañó a hacer un recorrido por cada lugar que recordábamos, ya fuera nosotros o cualquiera de los que nos acompañaban. Desafortunadamente sin éxito.
Entonces recordé que, junto con el seguro del auto, él había contratado un sistema de rastreo satelital, por un momento me sentí victoriosa, pensé que por fin saldría de este embrollo y, lo mejor, sin que él lo supiera pero, al intentar hacerlo válido, me topé con un gran obstáculo: el auto, el seguro y, por supuesto, el servicio de rastreo, solo podía solicitarlos él, pues, todo estaba a su nombre. ¡Rayos!

Maldije a mi suerte, después de todo lo que tuve qué hacer, el tiempo que invertí, incluso lo mucho que supliqué en la agencia para que me ayudaran con los trámites, pero no, nada había funcionado. Entonces recordé esa 'última' vez. Mi cuerpo se estremeció al recordar el preámbulo del castigo que, básicamente, consistió en más de media hora sobre sus rodillas, con las nalgas desnudas y las lágrimas recorriendo mi rostro, más en un intento por convencerlo y que tuviera un poco de compasión. Obviamente no funcionó, él es experto en dejar las ideas bien claras, las lecciones bien aprendidas y las nalgas bien rojas.

La piel se me erizaba al recordar cada azote recibido con el cepillo de madera de mango largo, ese que solo utiliza para que nunca olvide que debo obedecerle en todo. Tampoco he olvidado mis gritos, el llanto desgarrador y la forma en que mi cuerpo se retorcía ante cada impacto que, sin piedad, caia sobre una nalga primero y la otra después, en una lluvia alternada que parecía interminable. Por último, la correa que, cuando yo creía que todo había terminado, sacó de una cubeta con agua, obviamente empapada, razón por la cual, los golpes eran muchísimo más fuertes y, por lo tanto, dolorosos.

Recuerdo que hice muchas promesas, entre gritos de dolor y súplicas, le juré que jamás lo obligaría a volver a castigarme de esa manera, que jamás expondría mi vida (o la de alguien más) de manera tan estúpida. Me hizo prometer que, de repetirse algo remotamente parecido, asumiría el castigo sin chistar, claro está, sería mucho peor que el de ese día.

Salí de mis recuerdos cuando escuché el motor de su auto, pude escuchar también y de manera clara cuando bajó del vehículo, puso la alarma y entró a la casa. Llegó sonriente, dijo que estaba feliz de verme después de varios días fuera de la ciudad, que tenía muchas ganas de abrazarme, de besarme, y lo hizo… Solo que mi cara no mentía, mis ojos llorosos y mi cuerpo temblando, tampoco. Estando entre sus brazos y mirándolo a los ojos, no pude más. Tragué saliva, respiré profundo y, - amor, hay algo que tengo que contarte…

YoSpankee