En abril de este año Aldea Sado lanzó una convocatoria de concurso de relatos por su 6º Aniversario... Uno de los participantes, gran amigo mío y además, ganador del Primer lugar elegido por los lectores, es Bilbo... por ello me tomé el atrevimiento y, con su autorización, publico aquí el excelente texto que lo hizo acreedor a dicho premio y a mucha más admiración de la que ya le tengo.
¡Disfruten!
El paseo a caballo.
Por Bilbo Bolsón
Refrenó al caballo con elegancia al alcanzar la cima del pequeño cerro y, antes de seguir su camino, miró hacia atrás. Yo venía algo rezagado, con mi montura al trote, disfrutando de la fresca brisa que soplaba por aquel lado. Sabía que, apenas coronara la cima, caería sobre mí un sol casi ardiente y no deseaba someter a mi hermoso caballo a aquello después de tan alocado galope.
Carlota, sin embargo, con el ímpetu propio de la juventud y con la soberbia que, por otro lado, la caracterizaba y la hacía tan atractiva a mis ojos a pesar de ser mi sobrina, (sobrina de mi mujer, en realidad), no reparaba en esto aunque su yegua estaba visiblemente fatigada. Me observó desde la cima y después, con calculado desdén, se volvió haciendo ondear su lacio cabello, negro como el carbón. Espoleó a la yegua, una costumbre contra la que la había amonestado muchas veces, y desapareció colina abajo.
Carlota tenía diecinueve años recién cumplidos y era insoportablemente bella. A su brillante cabello negro unía un hermoso rostro, de tez oscura y cutis perfecto, unos ojos a juego con el color de su pelo, grandes y traviesos cuando quería y escrutadores hasta taladrarte cuando le convenía. Poseía una figura esbelta, realzada por su 1,75 de estatura, y sin duda había heredado el porte señorial y el halo de misterioso encanto de mi cuñada, una mujer que todavía volvía miradas en el centro de la capital, a pesar de haber sobrepasado generosamente la cuarentena.
Ella era, precisamente, quién había insistido, año tras año, en que Carlota pasara los veranos en mi granja. Al principio, la niña, una incipiente y prometedora figura de la hípica porteña, se había mostrado muy reacia a abandonar a sus compañeras del Club de Campo durante los veranos. Allí entrenaba tres días a la semana y allí estaba su caballo preferido, un alazán de poco más de dos años, negro como sus ojos, como su pelo, que parecía en todo una extensión de ella misma. Sin embargo, el tiempo había pasado; Carlota competía ahora en la categoría absoluta; había cambiado, por necesidad y por edad, de caballo y se tomaba los saltos de obstáculos con una seriedad rayana en el profesionalismo, algo muy inusual para una muchachita de su edad, que, adicionalmente, no había dejado de aprobar, y con buenas notas, todas y cada una de las materias a lo largo de su vida escolar. Esta condición era indispensable; de no haberse cumplido, los días de Carlota en mis instalaciones habrían sido automáticamente cancelados.
Pero no. La chica era tan inteligente como altiva y descortés, a veces, con los que no eran de su clase. No sé cómo me consideraba a mí, especialmente al principio de su carrera hípica. Una persona como yo, amante de la naturaleza, devoto de los caballos y que podía pasarse tranquilamente una tarde de diciembre sentado bajo un castaño disfrutando de un buen libro no encajaba muy bien con su muy distinguido club bonaerense ni con la alta clase social de las señoritas que lo frecuentaban. Sin embargo, cuando Carlota comprendió que la mayor parte de los jinetes que con éxito Argentina había venido presentando a todas las competiciones internacionales, (y especialmente a las olímpicas, a las que ella aspiraba), habían pasado largas temporadas preparándose, si no habían sido directamente “creados”, en mi humilde granja de caballos, cambiaron sus actitudes hacia mí y empezó a mirarme con cierto respeto, hasta con admiración, porque sabía que podía hacer de ella precisamente lo que llevaba dentro, una campeona de talla mundial.
Supongo que también fue por esa época cuando en la concepción que Carlota tenía de mí se despertó otro capítulo, nuevo hasta entonces. Estoy convencido de que fue entonces cuando comenzó a verme como hombre; como hombre, me refiero, con todo lo que el término implica; y sus miradas se tornaron coquetas, insinuantes. Como si hasta aquel momento me hubiera tenido encasillado en un papel secundario, de campesino rudo, y hubiera descubierto que era educado, atento, severo, a veces dictatorial con mis entrenamientos, y dominador de técnicas y trucos que la ayudarían en su camino hacia el éxito.
Más o menos en aquel tiempo empecé a notar en Carlota algunas obvias transformaciones que la convertían, poco a poco, en una bella mujer. Y cada vez me fue siendo más difícil observarla cabalgar de frente, con su pecho bamboleándose arriba y abajo, amenazando salir de la chaquetilla roja que vestía, y mucho menos cuando sólo llevaba puesta la blusa blanca de competición. Y tampoco era más sencillo observarla por detrás cuando, puesta su yegua al trote, bajo los faldones de la chaquetilla observaba un pedazo de la tela elástica de los pantalones de montar encerrando su delicioso trasero de adolescente que está dejando de serlo.
No había vuelto a sentir nada por ninguna mujer desde que mi esposa nos había dejado prematuramente. Después, yo había corrido a refugiarme en mi instalación hípica campestre para tratar de acallar su recuerdo, aún muy vivo dentro de mí. Por ello, aunque las intenciones de Carlota me resultaban obvias, no estaba tan loco como para mezclarme en un lío de faldas con una menor y para colmo dentro de la familia. Todo eso, claro, hasta aquel año en que, con sus diecinueve y su carrera universitaria a punto de comenzar en la UBA, me figuraba que dispondría de la última oportunidad de hacerla mía. Pero antes la convertiría en la nueva sensación hípica de la Argentina o me llamaba Manuel Pellicotti, el mejor entrenador hípico de toda Latinoamérica, (¡en mi modesta opinión, claro!).
Alcancé la cima del cerro y vi que Lucero galopaba por el sendero que descendía aquella vertiente, animada y jaleada por mi sobrina. Extrañado, miré hacia abajo y vi un riachuelo con apenas algo de agua, que resonaba sobre las piedras de un estrecho vado. (¡No se atrevería!) La yegua se dirigía directa hacia el vado. (¡Cuando la agarre la voy a matar!) Apenas un metro antes de que los cascos delanteros de su soberbia yegua chocaran dolorosamente con las piedras del río, Carlota la impulsó con maestría a saltar, por medio de una leve presión de sus piernas y un suave jalón, apenas perceptible, de las riendas. Salvó limpiamente el curso de agua apoyando las manos en el sendero y recogiendo con elegancia las patas traseras. Carlota palmeó el cuello del noble animal y, casi sin darle tiempo a disfrutar de la felicitación, la incitó de nuevo al galope. (¿Dónde demonios va a ahora?) Lo que vi casi hace que me caiga de mi propio caballo. Carlota se dirigía al portillo del campo vecino ¡y sin duda pretendía saltarlo! ¿Podía haber mayor locura que se le metiera en la cabeza a esta jovencita demente? Grité lo más alto que pude pero ya no había remedio. Debo decir, por otro lado, que su técnica de salto estaba acercándose a lo que yo esperaba de ella: midió perfectamente los trancos, colocando a la yegua en el punto exacto con suaves jalones, y la dejó ir justo en el momento oportuno. Ésta, con una tremenda nobleza, sin ahorrar esfuerzo alguno, frenó sobre sus patas posteriores y alzó su grácil figura por encima de la portilla recogiéndolas a continuación y salvando el improvisado obstáculo con suficiencia. Observé a Carlota caer sobre el cuello del animal y recuperar el equilibrio sujetándola y haciendo que virara para acercarse a la barda del predio. Palmeaba de nuevo su cuello y estaba radiante de felicidad. Exactamente tanto como yo estaba hirviendo de ira.
Puse mi caballo al paso y en un corto lapso de tiempo, pero sin copiar sus locuras, me encontré frente a frente con mi sobrina, tan solo con la barda de por medio. La bajada había contribuido a que contuviera mis instintos, mas no a disminuir el enojo. Yo no era partidario de dejarme llevar por la ira; no era buena táctica cuando se trata de animales. Tampoco lo haría en aquel caso. No. Carlota iba a pagar por lo que acababa de hacer pero sería más tarde y a mi manera.
—¿Has visto tío? ¡La ría y un oxer! Lucero está preparada. Bravo, pequeña —dijo, y palmeó su cuello de nuevo, en señal de felicitación. La yegua jadeaba y tenía el cuello cubierto de pequeñas gotitas de sudor. Carlota le había exigido demasiado ya aquella mañana. Era momento de terminar el paseo. —¿Es que te has vuelto completamente loca? ¿Quieres acabar con el pobre animal? ¿Cuántas veces te he dicho que un caballo de salto no es para hacer campo a través? Esa locura que has hecho podía haberte costado tu clasificación para los nacionales, podría haber sido fatal para Lucero, podías haberte roto el cuello, ¡maldita sea! —exploté. Pretendía asustar a Carlota lo más posible. Después vendría otro tipo de tratamiento, pero por el momento nada más deseaba hacerle sentir un cargo de conciencia acorde a la barbaridad que había hecho con la pobre Lucero. —Ah, vamos, tío, ¿no lo has visto? No había ningún riesgo. Lucero está más que preparada para esto.
Su atrevimiento me exasperó. Hacía tiempo que se había pasado ya ampliamente de la raya. Pero eso se iba a acabar.
—¿Preparada? La que más vale que se prepare eres tú. El paseo se ha terminado. Te espero en el cobertizo principal. Tómate el tiempo que quieras para reflexionar sobre lo que has hecho. Cuando te dije que te convertiría en una campeona te advertí que sería con mis reglas y que esperaba obediencia ciega. Aunque Lucero sea tuya, no pienso tolerar que la maltrates de ese modo en mi presencia. Lo que acabas de hacer es una insensatez y, si sabes lo que te conviene y quieres seguir formando parte de la nómina de amazonas de esta granja mañana por la mañana, mejor será que cuando llegues a los establos me busques en el cobertizo. Si no es así, no te molestes en despedirte. Empaca tus cosas y pídele a Jonás que te lleve al pueblo en la mañana. La yegua te será enviada. No quiero verte a menos que estés dispuesta a pedirme disculpas y aceptar tu castigo. —Pero, tío, ¿qué quieres decir con...
Después de terminar de hablar dí media vuelta y, sin darle opción a contestar, volví sobre mis pasos hacia los establos. Mi caballo necesitaba refrescarse, algo de comida y una cama mullida de heno fresco. Lo limpiaría y cepillaría antes de decidir como castigar a Carlota.
—No te preocupes Lucero. Se está haciendo viejo... ¡Pero ya se le pasará! —alcancé a oír mientras me alejaba. Si eso creía pronto la sacaría de su error.
Era casi la una del mediodía cuando llegué a casa. Comería algo con los muchachos y luego me dedicaría a algunas de mis otras alumnas. Alguna de ellas en particular tenía aún que aprender mucho en cuanto a compenetración con su animal. Trabajaría con ellas toda la tarde. Si conocía un poco a Carlota, vagaría por el campo con la yegua y al caer el sol habría conseguido juntar cordura suficiente para saber que su mejor opción en el mundo hípico era seguir conmigo y, por tanto, aceptar el castigo. Yo me ocuparía de que éste le quitara absolutamente las ganas de volver a mostrarse tan indisciplinada e insensata como lo había sido aquella mañana.
Alredor de las siete de la tarde la actividad había disminuido mucho en los establos y demás instalaciones. Casi todos los alumnos se habían duchado y cambiado de ropa ya cuando apareció Carlota. No parecía que la reflexión hubiera tenido mucho efecto. Llegó con un alegre galope y bajó del caballo casi antes de que éste se hubiera detenido, saltando con desparpajo y soltura. Saludó a Miguel, uno de los mozos, y le entregó, casi sin detenerse, las riendas de su montura.
—Buenas tardes, señorita. El señor Manuel está bien enojado, ¿sabe usted? —avisó Miguel. El mozo le tenía un cariño especial a Carlota. —Ah, gracias Miguel. No te preocupes. Sé como manejarlo —contestó mientras tomaba el camino del gran cobertizo donde entrenábamos cuando el tiempo estaba lluvioso. —Me temo que esta vez no, señorita —murmuró Miguel haciendo un alto en su tarea y secándose el sudor de la frente. Tenía razón. Aquella vez no.
Casi había olvidado que tenía una cuenta pendiente con ella. Estaba enfrascado en leer un par de documentos a los que no había prestado la debida atención por unos días y ahora se habían vuelto urgentes. Sin embargo, detestaba esta labor y cualquier excusa me hubiera apartado de ella, máxime si se trataba de ocuparse del comportamiento de Carlota. Así que, no bien hube escuchado el ruido de cascos en el patio, me levanté, cerré a toda prisa los archivadores, apagué la luz y salí con paso firme a encontrarme con la muchacha. La encontré a medio camino del cobertizo, como le había dicho. Ella me miró con temor, sin detenerse. Tarde o temprano le impediría el paso.
—¿A dónde crees que vas? —espeté. —Al cobertizo, como me dijiste. Creí que te encontraría allí. —¡Pues aquí estoy! —le contesté. Al tiempo le arrancaba la fusta de la mano y le agarraba el antebrazo para conducirla hacia allí. —¿Qué haces? ¡Bruto! ¡Animal! Me estás haciendo daño. ¿Acaso no he hecho lo que decías? —Tú te debes creer que tengo toda la tarde —decía mientras tiraba de ella. Al mismo tiempo usaba la fusta para azotar levemente su trasero. No podía hacer buena puntería, pues los faldones de la chaquetilla me lo impedían. —¿Qué hiciste todo el día por ahí? ¿Dónde diste de beber a Lucero? —le reprendía mientras continuaba azotándola. Estaba seguro de no estar haciéndole demasiado daño y no lo pretendía. Quería nada más que Carlota supiera que iba a ser castigada así, a fustazos, y que cayera en la cuenta de que, apenas cruzadas las puertas del cobertizo, estaría completamente indefensa y yo buscaría una posición adecuada y cómoda para castigarla de verdad. —Pero ¿qué te has creído? No soy una cría pequeña. ¿Cómo te atreves a pegarme? Te denunciaré. Se lo diré a mi madre. Tendrás serios problemas.
Yo estaba enojado, además de cansado por el largo día, y escuchar todas aquellas amenazas sin sentido no hizo sino enfadarme todavía más. Alcé la fusta en alto y la dejé caer sobre el muslo de la chica, procurando que, esta vez sí, escociera el golpe. Carlota gritó.
—¡Au, salvaje! Verás como... —comenzó a decir, cuando otro fustazo, esta vez en el muslo contrario, le impidió proseguir y gritó de nuevo. Yo, entre tanto, continuaba tirando de ella. —Te he hecho una pregunta. ¿Dónde ha bebido agua Lucero? ¡Contesta! Carlota sabía que su respuesta me volvería loco pero la otra opción, guardar silencio, se le antojaba, sin duda, todavía peor. —En un arroyo junto al prado —murmuró. —¿Qué dices? Pero, ¿es que te has vuelto completamente loca? —le grité, deteniéndome para encararla.
Casi al punto levanté la fusta con ira y crucé sus muslos con la caña. Sabía que con ello le dejaría una marca morada en ambas piernas. Por suerte el pantalón de montar la ocultaría. Entregada a otros menesteres, sin embargo, ésta resultaría muy obvia. No me importaba mucho si Carlota debía ducharse después de todos los demás o, alternativamente, sufrir la vergüenza de mostrarles sus marcas. Era algo que me traía por completo absoluto sin cuidado.
—Este caballo es un caballo de competición. ¡De competición! ¿Cuántas veces debo repetirlo?
Había retomado el camino hacia el cobertizo y ella trataba inútilmente de sobarse sus doloridos muslos. Tal como la tenía agarrada por el brazo y como la arrastraba era prácticamente imposible que lo alcanzara.
—No le va a pasar nada. Lucero estará bien. ¡Eres un paranoico! ¿Yo? ¿Un paranoico?
Ahora iba a comprender esta muchachita insolente que no era buena idea jugar con el temperamento y la paciencia de su entrenador en un lugar donde había tantas fustas a mano. Golpeé de nuevo sus muslos, algo más fuerte y un poco más arriba del azote anterior, usando, igualmente, la caña de la fusta. Las marcas durarían una semana al menos. Ella chilló y trató de desasirse para frotarse la zona pero no se lo permití.
—Ni lo sueñes, querida —dije, arrastrándola un poco más deprisa.
Apenas entramos me volví, sin soltarla, para cerrar la puerta y pude ver que Miguel nos observaba mientras barría hasta la última mota de polvo del patio. Y divertido, también, pues no pudo disimular una leve sonrisa en sus labios. Estaba convencido de que aprobaba mis métodos.
Conduje a Carlota al centro del picadero. Ella no dejaba de forcejear. Confiada o no en que podía meterme en problemas, comenzaba a darse cuenta de que al menos aquella tunda la iba a recibir sí o sí. Y prometía ser severa. Yo reflexionaba cómo hacer para conseguir que ella no dijera nada. Creía tener la clave pero debía jugar mis cartas hábilmente. Así que proseguí hasta alcanzar el muro que cerraba la zona de entrenamiento, coronado por una valla metálica de tres barrotes horizontales, pintados de rojo. Allí la solté, empujándola hacia la pared. Al verse libre se volvió hacia mí, frotándose ahora sí las piernas, mientras me dedicaba su mezcla de insultos y amenazas.
—¡Cállate! —rugí. —Me callaré si me da la gana. Se lo voy a contar a mi madre. Esto es intolerable. ¡Quién te has creído que eres! —¡Silencio, he dicho! —le interrumpí, alzando la voz—. Si prefieres seré yo el que se lo diga a tu madre ahora mismo—. Saqué el teléfono del bolsillo y se lo mostré. Naturalmente, ella no contaba con aquello. —Estoy seguro de que cuando tu madre sepa lo que le haces a Lucero estará perfectamente de acuerdo en que recibas el trato que vas a recibir. ¿Quieres que se lo preguntemos?
Carlota me miraba con desesperación y también con cierto desprecio. Despojada de su principal arma comprendía que sería castigada y que además no podría vengarse de mí contándolo todo.
—Quizá lo que voy a hacer ahora me traiga problemas. Estoy de acuerdo en eso. Pero asumiré el riesgo. Sé que no dirás nada. Por dos motivos. El primero es que soy el único que puede convertirte en la campeona que mereces ser. El segundo es que hay muchas posibilidades de que, si lo pones en conocimiento de tu madre, su veredicto no te sea tan favorable como esperas. Por eso te callarás. Nos conviene a los dos. Si has de llegar donde espero será siguiendo mis reglas, ya te lo he dicho. Y no toleraré que en mis instalaciones se maltrate a un caballo de ningún modo. Desde luego son más nobles y humildes que ustedes, insolentes señoritas malcriadas.
Carlota me miraba enfurecida pero sabía que no tenía salida. Su mirada trasmitía también expectación y miedo por lo que pasaría a continuación.
—Ahora quítate la chaquetilla y déjala ahí, a un lado. Después date la vuelta y agarra con las dos manos la barra.
Lentamente obedeció. Yo la observaba despojarse de la prenda y, cuando se volvió, no pude evitar centrar la mirada en su hermoso trasero. Es increíble el efecto que consiguen unas buenas botas, de cuero negro, y unos pantalones de montar elásticos. Mi sobrina me atraía... ¡y mucho!
Me acerqué por detrás, con la fusta en la mano derecha, y comencé a acariciar con ella suavemente su trasero, por encima de los pantalones. Al tiempo, acerqué mi cabeza a la suya para que oyera claramente el regaño que se le venía encima.
—¿Sabes por qué vas a ser castigada, muchachita traviesa? —Sí, tío—. Su voz temblaba. —Después de esto sabrás que nunca —azoté una de sus nalgas con la lengüeta de la fusta—, nunca se debe —repetí la operación en la otra—, tratar mal —dije, regresando a azotar la primera, muy abajo, cerca de sus piernas—, a un caballo—, finalicé, azotando una vez más su otro globo, tratando de golpearla cerca de la zona central, donde sabía que los violentos lametones de la fusta empezarían a escocerle muy pronto. Carlota contenía los gemidos como podía, pero pronto le resultaría imposible. —Muy bien, Ahora que sabes el motivo de tu castigo, éste puede comenzar. Bájate los pantalones. —No, tío. Por favor, eso no —dijo volviéndose. Yo estaba preparado y lancé la fusta hacia su muslo izquierdo, golpeándolo con la caña. Otra marca que duraría un buen rato. Carlota no pudo evitar dejar escapar un chillido y comenzó a frotarse la zona vigorosamente—. Eres un salvaje —dijo entre sollozos.
Su cabello negro le cubría la cara. Con la lengüeta de la fusta me abrí camino hasta encontrar su barbilla e, impulsándola con la punta del instrumento, le obligué a levantar la cabeza.
—Mírame. ¿Qué te he dicho? Vas a ser castigada por no saber tratar a tu yegua y va a ser, como todo lo demás a partir de ahora, según mis reglas. ¿Comprendido?
La mueca de desprecio reflejaba el profundo odio que mi sobrina sentía por mí en ese momento.
—Sí —contestó alzando la voz. —Perfecto. Entonces, date le vuelta, bájate los pantalones hasta las rodillas y agarra la barra. Y no quiero ver que te mueves hasta que hayas recibido los veinte azotes que mereces.
Carlota hizo un ademán de retirar la fusta de su barbilla de un manotazo pero a medio camino lo pensó mejor y se detuvo. En su lugar, sin perder su adusto gesto, se llevó ambas manos a la cinturilla de sus pantalones de montar y comenzó a desabrocharlos. Lo hizo de frente hacia mí y supuse que, incluso cuando estaba a punto de ser severamente azotada, calculó el movimiento para privarme de ver su hermoso trasero salir de la prenda donde estaba enfundado. Tuve que imaginarlo, mas no por mucho tiempo. Cuando hubo deslizado la tela hasta las rodillas debió volverse y alzar ambos brazos hasta la barra del vallado. Con ello el borde de su blusa blanca de montar subió descubriendo una esbelta cintura y algo que yo, inconscientemente, llevaba mucho tiempo deseando ver. Su colita de adolescente apenas cubierta por un tanga de color rosado. La visión, debo confesar, era magnífica y me recreé unos segundos en contemplarla. Después de todo, no había nada de malo, ahora que ya sabía como sería su castigo, en hacerla esperar un poco para que tuviera tiempo de reflexionar y aterrorizarse por ello.
—Pudiste haber lesionado a Lucero saltando el arroyo —dije y azoté, con un brusco movimiento de muñeca, uno de sus cachetes. Éste, que apenas estaba rosado por los azotes anteriores tomó, en seguida, un patente color rojizo en el lugar del contacto. —Pudiste haberte quedado sin yegua —comencé de nuevo, azotándola en medio de la frase—, al saltar esa estúpida portilla. —Pudiste haber causado una infección a la yegua —le recriminé golpeándola otra vez—, al permitirle beber en cualquier lado.
Hice una pausa en el regaño y descargué dos azotes algo más fuertes que los anteriores. En todo momento procuraba imprimir a mi muñeca un giro brusco en el momento del impacto, de modo que el golpe pareciera estallar en medio del trasero, escociendo enormemente.
—No sé si es que estás loca, eres una estúpida o te importa todo una mierda —le grité casi en el oído, acompañando cada uno de los adjetivos con azotes localizados en la parte baja de sus nalgas. Mientras lo hacía la observaba, hipnotizado. Miraba como se coloreaba su piel y observaba, deleitándome, las magníficas, golosas curvas de aquella parte de su anatomía. Eran de una perfección celestial. —¿A qué vino hacer cabalgar a Lucero toda la tarde? ¿Acaso me tenías miedo? —gruñí con enojo, propinándole un nuevo latigazo— ¿Te parece justificado tu miedo ahora? —pregunté, golpeando la parte baja, hacia el centro— Dime, ¿está el castigo a la altura de tu miedo, cobarde muchachita? —grité, acompañando mis palabras con todavía otro azote más.
Imaginaba que, si seguía azotándola cerca de la zona de su sexo, le produciría al mismo tiempo excitación y dolor. No quería que recordara la experiencia tan solo como un castigo más. Estaba procurando que odiara y amara a la vez los fustazos que le regalaba. Solo el tiempo me diría si estaba consiguiéndolo o no.
—Si se te ocurre por un momento... —la azoté con más fuerza, dejando que la lengüeta besara ahora, fugazmente, el punto central de uno de sus maravillosos, deliciosamente curvados cachetes—, volver a comportarte así con tu caballo. Si se te pasa siquiera por la cabeza... —un nuevo silbido y un nuevo latigazo resonaron, esta vez sobre el cachete contrario, acompañados de un grito desesperado— comportarte de manera similar a como lo hiciste esta mañana—, le regañaba casi fuera de mí—, entonces busca directamente tu fusta y ven a este lugar porque te aseguro que, esté quien esté presente, te daré una azotaina como no te imaginas. ¿Me has comprendido bien?
Sin dejarle tiempo a contestar la sola visión de su juvenil trasero me excitó y la azoté dos veces más, una en cada lado, procurando hacerlo con fuerza, asegurándome de que el escozor penetrara y estallara, llenando de una insoportable sensación de dolor toda su parte posterior. Se hacía difícil encontrar un punto en su trasero que no hubiera recibido ya la visita de la lengüeta de mi fusta, a pesar que yo estaba concentrado, mirando fijamente, casi en éxtasis, aquel pedazo del cuerpo de Carlota ¿Me estaba dejando llevar por su increíble atractivo físico? Y si así era... ¡qué importaba!
—¿Me oíste? —pregunté, y golpeé una vez más, con saña, la parte inferior de su nalga derecha—. Contesta, ¿me oiste? —y golpeé, seguido, al lado contrario—. ¿Me oíste? —pregunté finalmente alzando la voz y golpeando la zona entre ambas nalgas.
Confiaba en haber descargado este último latigazo suficientemente cerca de su sexo como para producirle algo más que insoportable dolor. Era perfectamente consciente de que, entre los espasmos que le producían los azotes, los gritos y lamentos que lanzaba después de cada uno y lo súbito de las preguntas, le resultaría prácticamente imposible contestar. Hice, pues, una pausa y de su boca salió un gruñido forzado y gutural, una afirmación apenas perceptible.
—¿Seguro? —Hice rebotar violentamente la fusta apenas un poco más debajo de su cintura, casi la única zona que todavía no mostraba un color cereza intenso. —Sí.
Creí oír un sollozo pero, aun así, pregunté de nuevo:
—¿Seguro? —y volví a azotar la zona, con una fuerza que no había aplicado hasta entonces.
Carlota gimió y rompió a llorar mientras aseguraba que no lo haría nunca más.
—Sí, tío, sí. Seguro. Ya no lo haré más. Sí. Seguro, pero ya basta, por favor... por favor.... por favor... —y sus palabras se diluyeron en un llanto profundo y espasmódico mientras apoyaba la cabeza en su brazo y ocultaba de este modo su cara cubierta de lágrimas. —Es suficiente —concedí, al cabo de unos segundos. Carlota seguía llorando desconsolada—. Permanecerás aquí quince minutos, que te servirán para reflexionar sobre lo que has hecho y aprender a tratar mejor a tu yegua. Después sube a tu habitación, dúchate y cámbiate de ropa. No quiero verte llegar tarde a cenar.
Asintió con la cabeza, sin dejar de llorar. Yo me volví y caminé despacio hasta la puerta. Allí, mientras la abría aproveché para robar una mirada al trasero de mi sobrina, salvajemente colorado y marcado por mis fustazos y, sin embargo, manteniendo intacta toda su irresistible hermosura.
* * *
Alrededor de las doce y media de la noche sentí unos leves golpes en la puerta de mi habitación. Disponía de una mesa de despacho, de un par de librerías pequeñas, llenas de libros dedicados a la hípica, y de una computadora con acceso a Internet allí. Era mi lugar de descanso además de mi lugar de trabajo y solía quedarme despierto hasta la una o las dos de la mañana trabajando en la administración del picadero. Al escuchar los golpes contesté casi sin pensar.
—Sí, adelante —dije, sin separar la vista de la pantalla. La puerta se abrió y alguien entró pero ni siquiera imaginé quién podría ser. —Tío... —Sí, ¿qué quieres? —Hoy me porté muy mal —dijo, mientras me rodeaba el cuello y apoyaba su cabeza sobre la mía. Traté de volverme. —Quería disculparme por ello. No tiene perdón lo que hice. —Está bien, querida. No pasa nada. Simplemente no vuelvas a hacerlo. —No, tío. Creo que mi comportamiento fue incalificable. No fuiste suficientemente severo conmigo. He venido a disculparme... y a que termines tu castigo de la tarde —y, diciendo esto, se desasió de mí y caminó hacia la cama. Llevaba puesto un escueto pijamita, de camisa corta y escotada y short ajustado, que le hacía verse irresistible. No lo podía creer. Venía a que la azotara de nuevo.
Llevaba en la mano la misma fusta de la tarde. Se colocó de rodillas en la cama, de espaldas a mí, mostrándome ostentosamente el trasero. Dejo la fusta sobre el cobertor y volvió la cabeza sonriendo.
—Vamos, tío, ¿a qué esperas? Madrugar al día siguiente sería, sin duda, un arduo trabajo. Y en mi instalación todo el mundo estaba arriba a las siete de la mañana. Pero la noche prometía...
* * *
—Y ahí tenemos a la campeona, Carlota Cervantes... ¡medalla de oro olímpica para la Argentina! —El comentarista televisivo jaleaba el éxito de su compatriota.
Estaba a punto de saltárseme una lágrima. No había podido acompañarla, desgraciadamente, pero el trabajo de todos aquellos años acababa de dar sus frutos. La cámara ofreció un plano completo de Carlota sobre Lucero sonriendo y mostrando su presea. De pronto, sin dejar de ofrecer al mundo entero esa sonrisa deliciosa que solo me pertenecía a mí, soltó la medalla, que quedó apoyada sobre su pecho, y se llevó la mano a su trasero frotándolo suavemente. Me reí a carcajadas mientras le lanzaba un beso desde mi sillón. Mi pequeña era simplemente encantadora.
- FIN -
Autor: Bilbo Bolsom - 18/05/2010
Publicado por Aldea Sado: 20/05/2010
Me gustó mucho tu Blog.
ResponderEliminarFotos y textos son muy buenos.
Vuelve con más frecuencia.
Besos
Andréa