jueves, 25 de junio de 2009
Novedades...
jueves, 18 de junio de 2009
Una noche inolvidable.
- Hola- Hola… ¿Lucía?- Así es, soy lucía… ¿cómo estás Gustavo?
- Hace calor, ¿por qué no me invitas un helado? Le dije con premeditada actitud infantil.- Claro, justo te lo iba a proponer…
Yo sabía perfectamente que si no hacía la reservación con tiempo sería imposible conseguir una habitación pero lo hice a propósito pues podría ofrecer mi casa sin temor a parecer muy atrevida. Hacía 2 años que me había mudado de casa de mis padres y el mismo tiempo viviendo sola en una casita a orillas de la ciudad que si bien no era lujosa al menos contaba con lo básico para vivir cómodamente además que ofrecía toda la privacidad para la ocasión.
- Está bien, Lucía. Vamos a tu casa y te agradezco mucho tu hospitalidad pero no creas que esto se va a quedar así.- Vamos pues, verás que no te vas a arrepentir y nos la pasaremos mejor que en el hotel.
- Enciende la luz, Lucía.
- Antes de iniciar con el castigo quiero que te pares en ese rincón con las manos en la cabeza y los pies de punta, si bajas los talones y tocas mínimamente el piso, incrementarás el castigo así que, Lucía, anda al rincón.
- ¡¡Lucía, ven acá, rápido, señorita!!
- Debías utilizar zapatillas negras, ¿recuerdas? No zapatillas deportivas y mucho menos con calcetas. Esa no es la forma adecuada para vestir de una señorita.
- De pie con las manos sobre la cama. Inclínate.
sábado, 6 de junio de 2009
Ariadna [Colaboración]
Autor: Bilbo
A veces tengo la sensación de ser un número más. La empresa en la que aún trabajo suele acometer “interesantes retos profesionales” en el extranjero, en el “campo internacional”, como ellos lo llaman, en su estudiada jerga de máster MBA. El ser forzosamente enviado a enfrentar uno de estos teóricamente excitantes y apasionantes retos suele venir acompañado de un murmullo de desaprobación por parte del interesado. Y solo se trata de un murmullo, y no de gritos desaforados, porque suele haber alguien cerca cuando a uno le dan la noticia, alguien que no debe escuchar las protestas, que no debe apreciar tu forzada sonrisa de desprecio, alguien que no debe sospechar que, si pensaras en voz alta, los calificativos serían sonrojantes incluso para el marinero más barriobajero.
Sin embargo, hubo una vez en que el destino jugó conmigo y me hizo cometer una cierta injusticia al pensar mal y quejarme, para mis adentros, por el nuevo destino. Hubo una vez que el hecho de salir de mi cuidad y del círculo de mis amigos, el hecho de abandonar mi sitio en la oficina y mi lugar de privilegio en las intrigas y rumorología empresarial, el riesgo de quedar apartado de los canales establecidos de información y no ser partícipe, en el mismo momento en que se producía, del último chisme de nuestra, por otra parte, aburrida vida de ingeniero consultor, fue recompensado con creces en el lugar de destino.
Naturalmente, como era casi imposible imaginar el excitante, el envidiable futuro que me aguardaba, estuve especialmente huraño desde días antes de partir; me comporté de manera hosca, y a veces hasta maleducada, con compañeros que nada tenían que ver con aquel desplazamiento; y armé mi maleta de mala gana, olvidando, a propósito, por ejemplo, todas mis corbatas, prenda que había decidido negarme a utilizar, holgándome en la pequeña transgresión que suponía de las normas de etiqueta de la empresa. A miles de kilómetros de casa hay ciertas faltas que parecen realmente insignificantes. Ésta lo era.
Mi destino era Perú. A algún iluminado prócer de dicho país le había venido bien anunciar a bombo y platillo algunos meses antes el inicio de las obras de una central eléctrica que solventaría los endémicos problemas energéticos que aquejaban a una agreste y difícilmente accesible zona del país. La nueva central precisaría de un buen acceso rodado; este acceso debía ser proyectado y construido... y ahí fue donde los destinos de Ariadna y de este pobre ingeniero a punto de tomar un avión en Barajas comenzaron a cruzarse.
El país no me recibió bien. Arribando a un lugar poblado antaño por adoradores del sol, esperaba que el astro rey se mostrara en todo su esplendor. En lugar de esto, solo pude, al descender del avión, apreciar un débil halo crepuscular, entre nubes, halo que desapareció para dar lugar a una luz gris y, casi sin solución de continuidad, a la noche cerrada sobre el Pacífico.
De mala gana por haber tenido que desplazarme al extranjero, molesto por tener los músculos entumecidos después de nueve horas de vuelo y de mal humor por la larga cola que había tenido que soportar frente a la ventanilla de Inmigraciones, salí, finalmente, arrastrando sobre sus dos ruedas mi vieja maleta, ni mucho menos una Samsonite.
Mi empresa disponía, en aquella época, de una pequeña oficinita, en una calle estrecha y oscura de un barrio de Lima. Desde allí se organizaban los viajes y las estancias de los ingenieros que nos desplazábamos, se atendía a los clientes más directamente y se llevaban a cabo algunas actividades, casi siempre comerciales; las cuestiones de tipo técnico eran cosa de las sedes españolas.
Desde esta oficina se había gestionado que uno de nuestros chóferes habituales me recogiera. Yo no lo conocía, mas él estaba plantado frente al vestíbulo de llegadas con un cartel con mi nombre, así que fue sencillo localizarlo. Durante el viaje hasta el autódromo el tipo, quizá advirtiendo mi deplorable estado de ánimo y mi creciente mal humor, trató de no molestar, haciendo, si acaso, un par de comentarios rápidos sobre el estado del tráfico y sobre la climatología de los últimos días. Lo agradecí, pues no habiéndome acostumbrado aún, como es obvio, al nuevo horario y exhausto tras el largo viaje, me dediqué a dormitar en el asiento trasero.
En el autódromo una avioneta me esperaba para trasladarme a la zona en la que se ubicaría la futura central. Tras el viaje, que finalizó en una infame explanada entre montañas, algo que solo una mente enferma calificaría de pista de aterrizaje, un Land Rover tuvo el honor de vapulear mis doloridos huesos media hora más. Finalmente, al cabo de catorce horas, habiendo empleado cinco o seis medios de transporte diferentes desde que salí de mi casa, y cuando eran las cuatro de la mañana en Perú, pude descansar la cabeza en la almohada.
Al día siguiente estaba en pie a las ocho. No sentía sueño y quería ponerme a trabajar enseguida. Quería conocer a los miembros del equipo, casi todos naturales del país, además de un ingeniero chileno, y del equipo de topógrafos, que era colombiano. Llamé al número que me habían dado antes de salir de España y me contestó mi nueva secretaria. Me informó que el día estaría dedicado a hacer reconocimientos médicos y vacunación a todos los miembros del equipo, pues habríamos de trabajar en campo abierto durante cierto tiempo y todos debían recibir las vacunas correspondientes.
Aquello no me gustó nada, porque las inyecciones me ponen nervioso, pero no tenía sentido protestar, así que me dirigí al lugar que me había indicado. No tardé en encontrarlo. Además de ser un edificio grande y de mayor porte que los que le rodeaban, tenía una cruz roja colgada de la fachada, sobre la acera. Entré en el mismo y me presenté.
El reconocimiento no planteó problema alguno pero las vacunas fueron otro cantar completamente diferente. Para empezar, estábamos todos en fila, en el mismo cuarto, y una enfermera iba haciéndonos una seña para que nos acercáramos. No me gustó que estuviera el resto del equipo delante. No me apetecía que me vieran cara de miedo ni hacer el ridículo delante de ellos. Me disgustaba aquella falta de intimidad que todo el mundo parecía dar por normal.
Pero todo resultó mucho peor cuando me tocó el turno y la enfermera se dio cuenta, al instante, de mis temores. Comenzó a burlarse, con una actitud para mí inaudita e inconcebible en un profesional de la medicina. Aún riendo, me indicó que me acercara, que solo era un pinchacito. Después de darme la primera de las dos, viéndome palidecer, me dijo entre risas que solo quedaba otra más. Después miró a los presentes y en voz alta solicitó voluntarios por si acaso me desmayaba. Esta última ocurrencia fue recibida por un coro de carcajadas a la par que mi persona era blanco de un sinfín de miradas lastimeras y sonrisas burlonas.
Aunque la chica, de nuevo con cierto descaro, me indicó que podía quedarme sentado hasta que se me pasara el sobresalto, no quise permanecer allí por más tiempo. Me disculpé como pude, comenté de pasada a mi equipo de trabajo que nos veríamos en la oficina y salí. Con las prisas olvidé mi chaqueta en una de las sillas del pequeño dispensario. Caí en la cuenta una vez en la calle, pero no quise añadir a la vergüenza pasada con la vacunación la de admitir que, con los nervios, me había vuelto desmemoriado. Más tarde volvería al lugar a recuperarla.
Así lo hice, casi a mediodía, cuando estuve seguro de que todos mis hombres se encontraban en la oficina. Entré en el edificio y me dirigí a la sala donde había tenido lugar la vacunación. La misma enfermera se encontraba dentro, sentada a su mesa. La observe por un instante antes de solicitar permiso para entrar. Era una mujer hermosa, joven, de pelo castaño y tentadores ojos negros. Llevaba puesta una bata blanca que contrastaba con la tez morena de su rostro. Vestía, bajo la bata, una camiseta azul. Era una lástima que no tuviera que levantarse por alguna razón justo en aquel momento, pensé. Deseaba contemplar su figura al completo. Durante el desagradable episodio de la mañana me sentía tan ridículo que no había acertado a darme cuenta de su belleza.
Tosí, ligeramente, para llamar su atención y levantó la vista. Parecía sorprendida de verme, diría que incluso incómoda. Saludé con un “¡Buenos días!” que pretendía sonar franco y amable.
–Olvidé mi chaqueta, –proseguí. Y señalé la prenda que acaba de localizar en un perchero junto a la puerta.
–Ah, sí, –sonrió. –Los nervios, –y volvió la vista al papel en el que segundos antes escribía. Había recuperado su aplomo..., o eso parecía.
No estaba dispuesto a sufrir por segunda vez una humillación ante aquella chica así que decidí pasar a la acción.
–¿Sabes una cosa?
Mi voz sonaba suficientemente autoritaria y cortante. Levantó la vista y me miró con inquietud.
–Has convertido mi trabajo en estas montañas perdidas en doblemente difícil desde esta mañana.
–No creo... –Su voz sonaba dubitativa.
–Tu bromita de hoy me ha dejado en ridículo delante de la mayoría de los hombres de mi equipo. Para esta hora es posible que el equipo completo esté riéndose de su ingeniero jefe.
–No creo que una simple..., –retomó su frase.
–Déjame terminar.
Me miró con temor ante la cortante interrupción que acababa de sufrir.
–En las próximas semanas, la vida de esos hombres va a depender de mí. En un ambiente selvático, con peligros acechando y con una obra de gran dificultad por ejecutar, en un plazo, por otra parte, más que apretado, la disciplina, el espíritu de equipo y la confianza ciega en el mando son decisivos.
Hice una pausa para mirarla. Bajo los ojos turbada. Ya no se atrevía a hablar. Estaba cerca de mi objetivo.
–Ridiculizándome como lo has hecho has eliminado de golpe toda sombra de autoridad que tuviera sobre ellos. Tendré que ganarme su confianza de nuevo por un simple pinchazo y un comentario inconveniente a destiempo. No dispongo de tiempo para hacerlo y eso significa que partiremos el lunes en una situación que estará lejos de ser la deseable.
La preocupación se pintaba en su rostro y suponía que se debía, también, a desconocer el punto al que yo quería llegar.
–Yo no sabía... Siento de verdad haber... comprometido...su... expedición. De veras que lo siento.
Sonaba verdaderamente arrepentida. Justo lo que andaba buscando. Momento, pues, de cambiar de táctica. Dibujé en mi rostro la sonrisa que había estado reprimiendo todo el tiempo y lancé mi proposición.
–Debería darle vergüenza... Pero no se preocupe –, la tranquilicé. –Podré lidiar con ello –. Hice una pausa, –aunque tal vez quisiera, para compensar, dejar que la invite a cenar esta noche.
Esperé. Tan factible era obtener una mirada ceñuda como un suspiro de alivio. Afortunadamente, esta última opción fue la elegida. Sonrió a su vez y, aunque todavía vacilante, aceptó.
–De acuerdo, ingeniero. Pero me dejará escoger a mi el lugar.
–No hay problema, –respondí jovial. –La recogeré aquí a las ocho. Hasta luego.
Y me fui antes de que cambiara de idea. No las tenía todas conmigo, sin embargo. La suficiencia que había demostrado al exigir la responsabilidad de la elección de lugar no resultaba tranquilizadora.
A las ocho menos cinco ya estaba ante la puerta. No tuve que esperar mucho. Bajó puntualmente. Estaba hermosa. Embutida en unos vaqueros cortos, ajustados y algo gastados, sin la bata blanca, con el pelo suelto y con una camiseta roja escotada, tuve que hacer un esfuerzo para no parecer desconcertado y quedármela mirando de modo estúpido.
–Buenas tardes, ingeniero. ¿Preparado para degustar la cocina local?
Asentí. Su voz no delataba ni tan siquiera la sombra de preocupación o inquietud. Quizá debiera hacerle ver de modo más patente que su comportamiento de la mañana había resultado altamente inadecuado y que me había molestado sobre manera. Parecía haber recuperado su aplomo de enfermera, jeringa en ristre, a pesar de que su atuendo no correspondía esta vez, y por suerte, a su actitud.
La cena resultó muy agradable. La “cocina local”, tal como ella la había descrito, se rebeló más que apetitosa y los caldos disponibles, si bien no espectaculares, resistían sin problemas la cata. Después de un rato de conversación general, algo aburrida, durante la cual cada uno presentó, por así decirlo, sus credenciales de acceso al lugar (estudios, historial profesional, avatares que lo habían llevado a aquel pueblo perdido...), comencé a establecer contacto visual, a sostenerle la mirada, a sonreír abiertamente y a observar, sin disimulo, algunas partes de su cuerpo o de su atuendo, que, siempre sin comprometer las buenas formas, (lóbulo de su oreja, pendientes, pulseras, rizos de su pelo), trasmitieran el mensaje inequívoco de que la observaba, de que la escrutaba y de que me gustaba lo que iba descubriendo.
Poco antes del postre retomé el espinoso asunto que había mencionado al realizar la invitación: las dificultades añadidas a la tarea que su comportamiento me había acarreado. Cargué lo más que pude las tintas, con objeto de hacerle sentir culpable, y sobre todo, dejé el tema abierto, intencionadamente, como si esperara una respuesta a modo de compensación o de satisfacción por la falta, aunque el mismo hecho de estar cenando juntos ya podía serlo.
Dicha respuesta no se produjo, obviamente. Sin embargo, camino de vuelta a mi hotel ella me preguntó, de modo burlón:
–Así que le será difícil manejar a esos hombretones ahora que yo he puesto en evidencia que se asusta usted de las agujas ¿no es eso?
–Precisamente. Eso es lo que tus traviesas bromas han logrado, –contesté, tuteándola.
–La he jodido, ¿verdad? –dijo, y dejó escapar una leve risita, como si la situación le pareciera en extremo jocosa.
–Efectivamente. Debería...
Pero voluntariamente reprimí poner en palabras mis pensamientos y caminamos en silencio el resto del camino.
Cuando por fin alcanzamos la puerta del establecimiento nos detuvimos. Creo que ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer. Alargué la mano para tomar la suya, fingiendo intención de despedirme.
–Ha sido una noche muy agradable–, y añadí, susurrando casi, junto a su oído, –no sé si la habitación tiene minibar...
A pesar de lo estúpido del comentario, cuya ocurrencia maldije apenas abandonó mis labios, ella sugirió que lo comprobáramos.
–¿Por qué no vamos a verlo?
Sin soltar su mano me dirigí hacia el pequeño porche que protegía la entrada al edificio y, al llegar, me detuve para hacerla pasar delante de mi. No solo fue el gesto fruto de la cortesía. Deseaba observar el contoneo de su trasero dentro de aquellos minúsculos short.
Del mismo modo le invité a que me precediera al entrar en la habitación. Para mi sorpresa, en lugar de detenerse, se dirigió, en medio de la penumbra que allí reinaba, hacia la cama. Una extraña pero sugerente mezcla de luz de luna y reflejos de neon la iluminaba a medias. La estampa era por demás incitante y evité, por ello, encender la lámpara del cuarto.
No se detuvo junto a la cama, como yo esperaba, sino que, para mi perplejidad, se subió a ella y se colocó de rodillas, mirando a la pared.
–La nena ha sido mala...–, dijo.
Y miró atrás con la viva imagen de la provocación pintada en su rostro.
–Te ha puesto en ridículo delante de tus hombres...–. Por lo que se veía, había decidido tutearme también.
Apoyado en el quicio de la puerta, aún abierta, sin decidirme a entrar; paralizado por la escena que presenciaba, pero no de terror, sino de deseo, observaba sin atreverme a abrir la boca.
–¿No me vas a castigar?
Y diciendo esto, se inclinó hacia delante, sin dejar de mirarme, apoyando ambas manos en la almohada y meneando el trasero y sus minishort de lado a lado.
Envuelta en la penumbra azulada de la habitación, contoneándose voluptuosamente, su trasero me pareció fruta madura y, recuperando por fin la capacidad de movimiento, entré en la habitación cerrando la puerta despacio tras de mí. No podía apartar la vista de la tela de la minúscula prenda ni el pensamiento de las redondeces incitantes que cubría.
Ya junto a la cama apoyé una mano sobre su hombro. Ella seguía bamboleando su posterior y mirándome son descaro.
–¿Me darás mi merecido por ponerte en dificultades? –dijo, y suspiró levemente.
No esperé mas. Alcé la mano y descargué un azote sobre el trasero de Ariadna. El eco de la palmada rompió el silencio nocturno y llenó la habitación. De su boca salió un gemido.
Alcé la mano de nuevo, apretando su hombro con más fuerza y golpeé de nuevo, al lado contrario del primer azote, arrancando un nuevo gemido de dolor.
Proseguí así un poco más, azotando alternativamente ambas nalgas. El silencio se veía periódicamente alterado por las sonoras palmadas y por sus quejidos, que yo aguardaba tras cada azote. Aquella sinfonía de golpes y ayes despertaba mis instintos y me conducía, poco a poco, a estados de excitación creciente.
Al cabo de lo que pudieron haber sido unos quince o veinte azotes, levantó una de sus manos y la colocó en mi antebrazo, apretando fuertemente y apoyando también sobre él la cabeza.
–¿Me vas a azotar... –, dijo, entrecortado su parlamento por los suspiros que le producían mis azotes.
–-...severamente por mi travesura? –Y gemía de nuevo de una manera irresistible.
–¿Vas a...
Nuevos azotes caían sin piedad sobre su trasero.
–...azotarme...
Imaginaba, enajenado por su coro de gemidos, suspiros y profundas inspiraciones, el color que debía estar alcanzado la piel en aquellos momentos.
–... muy fuerte?
Tras remarcar esta última interrogación con un azote algo más intenso que los anteriores rodeé su cintura con la mano libre y traté de desabrochar el estrecho cinturón que vestía. Pensaba que se resistiría, pero no fue así. Con su voz desaforada por el deseo, incapaz de vocalizar correctamente y presa de lo que interpreté como la antesala de un clímax incipiente orgasmo, volvió a interrogarme. Mientras lo hacía me miraba y en sus ojos se mezclaban por igual la súplica y el deseo.
–¿No es bastante sobre mis pantalones?
–¿Deseas... ahhh, ..., azotarme sobre mi cola desnuda?
La mención de la palabra “cola”, tan propia de los países sudamericanos y tan alejada en aquel contexto del significado que los españoles le dábamos me incitó a desabrocharle la prenda cuanto antes
–¡¡Me harás mucho daño!! –exclamó. –¡¡¡Me va a doler mucho!!!
Y no podría asegurar que no fuera aquello precisamente lo que estaba buscando.
Tiré, con la torpeza propia de la urgencia del momento, de los pantaloncitos y conseguí bajarlos lo suficiente como para poder golpearla de nuevo, esta vez sobre las bragas. Aumenté, ahora, el ritmo de los azotes, de modo que cayeran sin parar sobre el tejido blanco que aún la cubría. Sentía como su frente se perlaba de diminutas gotitas de sudor que brillaban bajo los reflejos de neon. Aunque no podía ver la mía, sentía que estaba igualmente húmeda por la agitación y la excitación que sentía.
Las sucesivas palmadas, con su rítmico eco, resonaban en la cálida noche. Cada vez las descargaba con más furia, con más intensidad; cada vez con mayor y más absoluto deleite dejaba caer la mano sobre el trasero de Ariadna. En un cierto momento retiró la otra mano de la almohada y abrazó con ambas mi brazo, apoyando más fuertemente sobre él la cabeza, exactamente del mismo modo que hubiera hecho un reo medieval atado a un poste de tortura.
Mi respiración se agitaba y aceleraba por momentos y aún lo hizo más cuando Ariadna comenzó a mover sus caderas hacia delante con cada azote. Cada vez que la golpeaba, a la par que le arrancaba un gemido profundo y lascivo, movía sus caderas y su trasero sin desplazar las rodillas. Se me ocurrió que se imaginaba frotando su sexo contra un imaginario potro, igualmente medieval, igualmente de tortura...
No tardé en darme cuenta de que iba a correrse. Me incliné ligeramente, colocando la cabeza junto a la suya, el pecho sobre su espalda, jadeando yo también, por la creciente excitación que me embargaba. Comencé a azotarla más rápido, levantando la mano apenas unos centímetros, y golpeando de modo fugraz pero intenso, para volver a repetir el movimiento, cubriendo con los sucesivos golpes todo su hermoso trasero.
Sentí como abría la boca y noté la humedad de sus labios en el brazo. Ariadna gemía con tal pasión que me arrastraba a mi también. No acababa de ser consciente de lo que sucedía. Sólo sabía que deseaba azotarla con fuerza y oír sus gemidos. Sólo sabía que cada uno de sus suspiros me atravesaba como un rayo contribuyendo a encender mi deseo. No sé bien cómo pero me encontré mordisqueando su oreja y sintiendo su cabello, sudoroso, contra mi rostro.
Los gemidos se transformaron en puros gritos, leves al principio y desgarrados más tarde; en una sucesión de “ahh” y “uhh” que la llevaba sin remedio al orgasmo. Espacié algo más los últimos azotes. Los hice más intensos, más severos, más agresivos y, consecuentemente, más dolorosos.
Como si hubiera estado esperando aquel brusco aumento en la severidad de la azotaina, su cuerpo se convulsionó por completo, escapando a mi control, y profiriendo un grito absolutamente salvaje, estalló de placer, de total desenfreno.
Caímos sobre la cama, boca abajo, yo sobre ella. Sus gritos se tornaron un gemido grave y prolongado, delatando los últimos espasmos del éxtasis que acababa de sentir. Yo estaba casi sin resuello, con el pantalón a punto de reventar y con mi propias necesidades a las que prestar atención, cosa que Ariadna hizo deliciosamente apenas recobró algo de su perdida compostura.
Tras el arrebato pasamos un rato tendidos sobre la cama, yo boca arriba y ella, arrebujada, con la cabeza apoyada en mi hombro. Luego se levantó, acomodó sus ropas y se despidió de mi con un beso en la frente.
–Duerma bien, ingeniero. Mañana le espera un largo día... –, y, mientras se volvía, añadió, –... y una igualmente larga noche
Y desapareció tras la puerta, seguida por el eco de su risa.
Me quedé allí, sobre la cama, sin moverme, durante un rato, disfrutando de la dulce molicie que sigue a las desbocadas sensaciones que había experimentado. Intentaba encontrar un doble sentido a su enigmática frase final. Obviamente, lo tenía; lo tuvo, durante toda mi estancia, todas y cada una de las veces que el ritmo del trabajo requirió que volviera al pueblecito e incluso alguna más, por mero capricho.
Y hoy en día, ya regresado a la vieja Europa, una irresistible y rebelde morenita, de piel color café, llena mis noches de fantasías precolombinas, mientras me pide que la castigue severamente por algo que ha hecho.